Quiero un hijo
La idea de tener un hijo le surgió intempestivamente, como la mayoría de sus ideas. No fue fruto de un proceso subconsciente, ni tampoco podemos afirmar que haya estado escrito en sus genes, esperando el momento justo para aparecer. Simplemente, de todas las ideas que se le podían cruzar por el cerebro en ese momento, ésa fue la que se le cruzó, e inmediatamente supo que era lo que quería.
Fue hasta la sala y, tras revolver entre los cables, encontró rápidamente el que buscaba. Lo enchufó donde correspondía y entonces su computadora estuvo conectada a Internet. Hacía muchos años que las conecciones inalámbricas eran la norma en todo el mundo, y que se podía estar conectado todo el tiempo, lo cual permitía acceder a una cantidad virtualmente ilimitada de información, pero ella prefería tener un pensamiento crítico propio y tomar decisiones en base a su conocimiento limitado, tal y como lo habían hecho sus antepasados. En éste y muchos otros temas, se podía afirmar sin temor a ofenderla que ella estaba chapada a la antigua.
Utilizó varios sitios para buscar un padre. Los parámetros de búsqueda eran sencillos: ella pondría su conocimiento y experiencia y él su personalidad; ella lo criaría, preferentemente sola, aunque podrían llegar a un acuerdo de visitas similar al que desde hacía siglos establecían los divorciados. Finalmente, el sexo y la forma la decidiría el/la hijo/a.
Encontró varios cientos de miles de posibles padres. Podría tratar de entrevistarse con cada uno de ellos, pero prefirió leer los perfiles primero para descartar arbitrariamente a una buena cantidad. Un perfil dejaba entrever mucho de la personalidad, que era, al fin y al cabo, lo que estaba buscando. Si el perfil no estaba bien escrito, si la foto no tenía cierta armonía; cualquier detalle podía hacer que el posible candidato quedara descartado. Al mismo tiempo, fue armando una lista de candidatos que, también por algún motivo arbitrario, se destacara del resto.
Al final de este proceso, quedó con una lista de 137 destacados. Recorrería esta lista uno por uno, entrevistándolos. Al final se las arreglaría para determinar un orden de mérito, y según este orden los entrevistaría de nuevo. Podría haber intentado reunirse con cada uno, pero casi nadie estaba acostumbrado a ello, sino más bien a charlar a través de Internet. Dentro de su personalidad conservadora, ésta era una concesión que estaba dispuesta a hacer; había que adaptarse a los tiempos que corrían. Si ninguno de los 137 le parecía el correcto, eligiría al primero de los otros 13.287 elegidos que le cayera bien.
Con este plan en mente se abocó a la tarea. En la primera ronda de entrevistas, cuando iba por el candidato número 57, quedó completamente encandilada. Tenía ojos grises, aunque en algunas ocasiones tenían un brillo verde o celeste, cabellera castaño claro, aunque se notaba que era sintética. Medía poco más de metro ochenta y era tenista profesional.
Estuvieron conversando horas y horas sobre todo tipo de cosas. Vivían cerca, así que decidieron pasar un tiempo juntos. Era viernes por la noche; él vendría a casa de ella, pasarían el fin de semana cerca de la playa y el domingo a la noche verían qué decidir.
Pasaron un fin de semana que, a los ojos de ella, fue increíble. Charlaron mucho, vieron varias películas y tuvieron tiempos tranquilos en los que recargar energías. El domingo por la tarde salieron a caminar por la playa. Eligieron el fin de una lengua de arena que terminaba en unas piedras que se adentraban en el mar. Las olas rompían del otro lado con furia y la espuma era eyectada hacia arriba. Con cada oleada, había un momento eterno en el que la espuma detenía su ascenso para reflejar la luz rojiza de la puesta del sol. Él sacó varias fotos de ella en las piedras con esta imagen de fondo. Sería el recuerdo perfecto de este fin de semana, que bien podía terminar esa misma noche, o bien podía durar para siempre.
Volvieron a la casa de la mano y cuando entraron ya era de noche. Ella fue a la sala, se sentó el sofá y le dirigió una mirada inquisitiva. Él entendió y fue a sentarse a su lado. Ella le agarró ambas manos con las suyas, levantó la mirada hasta encontrar la de él, que ya la esperaba, y le preguntó:
- ¿Cómo preferís que hagamos?
Él sabía que tarde o temprano surgiría esa pregunta, y ya tenía todo preparado. De una compuerta en el lado izquierdo de su pecho extrajo una cajita que le entregó sin decirle nada. Maravillada, ella abrió la caja, aunque ya conocía su contenido: un pequeño dispositivo de almacenamiento de estado sólido donde estaba registrada toda su personalidad. La siguiente pregunta también era obvia:
- ¿Preferís estar presente?
A modo de respuesta, él cerró los ojos, retiró sus manos de entre las de ella; se levantó, dio media vuelta y salió sin despedirse. Ella se quedó sola, con la cajita en la mano, en medio de su sala y con un silencio que lo aplastaba todo. Dejó que este estado se prolongara por un rato, pero finalmente lo rompió, levantándose para ir al estudio.
Allí abrió un cajón del escritorio y encontró el adaptador que buscaba. Enchufó un extremo a su cadera derecha y en el otro el dispositivo que él le había entregado. En una fracción de segundo ya tenía una copia de su personalidad almacenada en su disco de estado sólido. De otro cajón sacó una caja que contenía un kit base: se trataba de una placa madre con 4 patas, 4 brazos con pinzas y una batería. Así apagado, parecía un arácnido mecánico muerto de 15 cm de diámetro. Introdujo el kit en su vientre, encajándolo en el slot correspondiente. Enchufó finalmente la batería recargable a la suya propia y se dirigió a su cuarto. Se tiró en su cama, abrazando un oso de peluche, e inició el proceso de engendrar un hijo. Si bien podía seguir con su vida normalmente, prefirió quedarse en la cama hasta que los cálculos y la transferencia de datos terminara.
12 horas después, su protohijo ya caminaba por la casa. Ella por un lado estaba feliz con él, pero por otro lado le hacía recordar con tristeza a su padre y al hermoso fin de semana que había pasado con él. Cada tanto ella volvía a leer el archivo de su personalidad y un sentimiento parecido a la depresión se apoderaba de ella.
Durante un par de meses ella crió sola a su hijo. En ese período le tenía prohibido que pensara en su sexo y forma final, pero bien en el fondo sabía que eso era imposible. Mientras, trataba de reforzar los valores que ya le había transferido.
Un día simplemente su protohijo desapareció. Debió haber utilizado sus 4 patas para ir a un centro de armado y usar sus 4 brazos para darse una forma inicial, aunque no necesariamente la definitiva. Tendría un par de oportunidades de cambiar de forma si no le agradaba la que había elegido inicialmente.
Ella conectó el cable de Internet en su cabeza y lo buscó por su número de serie. Cuando finalmente habló con él, casi se muere de la indignación. Era un robot sin sexo, de forma cuadrada y sin posibilidad de movilizarse por sus propios medios; trabajaba de contador en un banco. Era, en síntesis, una mera computadora más. Ella hubiera preferido una forma antropomorfa, varón, de 1.80m, rubio y tenista.