Monday, March 19, 2007

Larga distancia

Dios, vestido de túnica blanca y sandalias, está sentado en la punta de una mesa larga. La mesa es de caoba, de unos 8 metros de largo por 2 de ancho en las puntas y 2 y medio al medio, muy lujosa, con un pié central tallado. Alrededor de la mesa hay 9 sillones de cuero, amplios y muy cómodos. Uno de ellos tiene apoya brazos, y está puesto en uno de los extremos de la mesa. En el otro extremo no hay sillón, sólo un ventanal sobre un paisaje de nubes... que flotan por debajo de la altura a la que está el salón en la que se encuentra esta lujosa mesa, los 9 mullido sillones y Dios.

Dios mira inquieto su reloj de pulsera, como si fuera tarde. Es que es tarde. Una puerta a la derecha del otro extremo de la mesa se abre y Dios entra, de ambos gris plateado y maletín negro de cuero. Balbucea una excusa y se sienta lo más alejado posible. Sin esperar comentario por parte de Dios, gira el sillón hacia el ventanal y simula contemplar el paisaje.


Marcos se agacha un poco, estira el brazo hacia abajo y con la mano agarra las tiras de la mochila. Contando internamente hasta 2, tira de las mismas, y de un movimiento brusco se calza la mochila en la espalda. Una vez repuesto del sacudón, vuelve a mirar hacia el suelo y contempla la valija y la caja con su computadora. Alza esta última, la coloca sobre la valija, agarra la manija de la misma y la hace moverse sobre sus ruedas hacia la punta de la plataforma, que extrañamente está casi desierta. Mientras el resto de los pasajeros se apelotona alrededor de los conductores, preguntándoles que de qué hora es el coche, que porqué el coche que debería salir 10 minutos después que éste ya salió, que qué hora es, que porqué River no salió campeón de la Sudamericana, Marcos arrastra sus bártulos de espalda hacia donde le espera el tipo que los va a revolear en las entrañas traseras del colectivo.


Dios está conversando con Dios acerca del clima, que siempre es depejado, cálido y sin vientos a esas alturas, cuando Dios entra por la misma puerta que antes, excepto que esta vez está vestido de malla, zapatillas, una remera naranja fluorescente, anteojos oscuros y gorra. Bien bronceado y con arema aún pegada en ciertas partes de su cuerpo, está acompañado por una morocha de shorcito, top ajustado que deja adivinar el corpiño del bikini debajo, visera de tenis y chatitas. La morocha se sienta en la silla de la taquígrafa, a pesar de que en realidad no sabe hacer otra cosa mas que limarse las uñas y masticar un chicle con la boca abierta. Dios saluda vagamente con la mano y se despatarra en uno de los sillones.


Marcos está en la cola para subir. Delante suyo hay una pareja. Ella, rubia, gorda, arriba de los 100; él, albino, con unos anteojos muy gruesos. Algo huele levemente a alcohol, pero Marcos no se gasta en buscar la fuente, pues supone que es el albino.


La puerta a la derecha de la ventana se abre y Dios, vestido como si fuera el cantante de Iron Maiden, entra charlando un poco ruidosamente con Dios, esta vez vestido con piyamas, las lagañas aún en las comisuras de sus ojos, las marcas de las sábanas aún en su cara. Vienen charlando de política, a pesar de que en "El Cielo" hace rato que no hay elecciones. Sin saludar, se sientan en asientos enfrentados y siguen discutiendo por encima de la mesa.


Marcos sube al segundo piso del colectivo y se dirige al frente. Él tiene el asiento número 3, que es el de la primera fila a la derecha, ventanilla. Sentada en ese asiento está la gorda rubia que iba delante suyo en la cola. En el asiento 4, pasillo, hay unas bolsas blancas con cosas dentro. --Está ocupado?-- pregunta Marcos, temiendo que el albino aparezca por detrás suyo con dos vasos de jugo en la mano. Marcos no es muy adepto a pelear por lo que le corresponde, y mucho menos con extraños. La gorda, en respuesta, niega con la cabeza. Marcos estira la mano y tantea el contenido de las bolsas. Son botellas de gaseosas de plástico vacías. La gorda sonríe como queriendo decir que no son suyas, pero lo único que logra es demostrar que sí lo son. Duda un instante, y con la mano izquierda las agarra y las tira en dirección al tacho de basura que está en el extremo del pasillo, justo debajo del parabrisas. Pero el tacho tiene la tapa puesta, así que las bolsas golpean contra ésta, siguen de largo y terminan en el piso. Marcos siguió con la vista la trayectoria, y cuando las bolsas se detuvieron en el piso, miró asombrado a la gorda. Ésta sonrió, esta vez dejando ver que en realidad le importa un cuerno y se encoge de hombros. Marcos lanza un suspiro sonoro y termina por sentarse en el 4.

En el asiento 1, ventanilla del otro lado, está sentada una rubia que Marcos cree reconocer de otros viajes. En el 2, pasillo, se está terminando de sentar un tipo joven. Una fila más atrás, en el 5 y el 6, está una pareja que, aprovechando que el apoyabrazos que está entre los asientos se rebate por completo, están muy abrazados, estirados sobre ambos asientos, las piernas estiradas sobre el pasillo. En el 7 y 8, detrás de Marcos y la gorda, viajan una madre y su hijo de unos 8 o 9 años.


-- Señores --dice Dios sentado en la punta de la mesa--, tenemos este colectivo que está saliendo tarde y debemos decidir qué va a suceder en el viaje --. Los otros Dios sentados alrededor de la mesa se miran entre ellos y un murmullo creciente recorre el recinto.


Alguien por allá atrás está hablando. Lo raro es que debe estar charlando con alguien, por la forma en que se expresa, pero Marcos no logra oír la voz de la otra persona. Trata de ver algo en el reflejo en el parabrisas, pero sólo logra ver a los que están en la primera fila, incluyéndose. Marcos entonces se imagina a un tipo en sus cuarenta y largos, morocho, bigote y pelo cortos y encanecidos. Le está hablando a la otra persona con su voz gruesa y media rasposa de fumador mesurado pero constante a través de los años. A su lado, una pobre mujer, también en sus cuarenta y largos, teñida de castaño claro, flaca, un poco consumida por el cigarrillo, mira al vacío a través del apoyacabezas del asiento que tiene al frente, apabullada por la verborragia de su compañero de asiento, limitándose a asentir de vez en cuando.


Dios abre su maletín de cuero y extrae unos documentos y unos dados raros, como si fueran de juegos de rol, pero todos tienen una cantidad prima de caras. --Alea jacta est--vocifera Dios, de camisa blanca, chaleco negro, visera semitransparente verde, con cara de timbero viejo.


La pareja del 5-6, cuando el colectivo abandonó Retiro, abandonó a su vez el guión "mimos en público desconocido" para pelar un mazo y jugar entre ellos. --Truco!--grita él. Marcos se lleva la mano a la frente, dándose un golpe algo sonoro, y la va bajando, estirando lentamente la cara, en un claro gesto de fastidio. "En qué irá a terminar esto", piensa.


En el recinto la discusión es suave pero constante. Dios, de bermudas de tela gruesa hasta debajo de las rodillas y remera negra sin mangas, tan evidentemente aburrido que no sólo se le nota en la cara sino que bosteza ostensiblemente, saca un walkman de no se sabe dónde (probablemente lo creó con la plastilina que siempre lleva encima), se calza los auriculares y pone un cassette de Fausto Papetti.


El del 2 se estira hacia adelante y con las manos revuelve su bolso de mano y al tacto reconoce el discman y los auriculares. Juega con ellos un rato, aprieta lo que parecen ser todos los botones, luces se prenden para dejar ver pantallitas de cuarzo líquido en la oscuridad. Vuelve a revolver el bolso, esta vez para sacar un estuche porta-CDs. Lo abre y comienza a pasarlos uno por uno, indeciso. La Mona, La Fiesta, La Barra, la banda sonora del programa "Sábado Bus" (12 versiones distintas de "saracatunga, catunga, catunga, todas queremos saracatunga" y un rap en base a distintas entonaciones del saludo de Nicolás Repetto "salute, comeeennnnzamos!"), Los Pimpinela, el último de Luis Miguel... se detiene en éste, lo retira del sobre y lo introduce en el discman. Sube el volumen al nivel en que el sonido no dañará sus tímpanos (al menos no en forma permanente), pero lo suficiente como para que el chofer, que está un piso más abajo, siga el ritmo golpeteando el volante. A su vez, el del 2 comienza a moverse al son de la música. Marcos deduce que el tipo ve mucha televisión, pero que nunca fue a ver al Luismi a un recital, pues éste se limita a repetir los pocos pasitos del ídolo que se podían ver en la propaganda con la que el canal 13 estuvo machacando los últimos 6 meses con motivo de los 4 recitales que dio
en River a principios de mes.


La discusión sube de tono. Ahora todos hablan al mismo tiempo. Dios vestido como el motoquero gay de Village People, se levanta, empujando bruscamente el sillón con ruedas hacia astrás, que se va rodando hasta chocar contra la pared. Dios se estira por encima del apoyabrazos derecho, llevando la mano del mismo lado hacia el piso, y sin dejar de mirar los gesticulantes movimientos de sus compañeros, la levanta con una campana que comienza a sacudir. El resto se queda en el gesto en que está, y al unísono giran la cabeza hacia la cabecera de la mesa. Dios esboza una sonrisa de satisfacción. -- Así está mejor --dice, y deja la campana en la mesa, a la vista de todos.


-- Ding... don! Campana, paramos 20 minutos. Campana, paramos 20 minutos --dice el azafato por los altoparlantes, por encima de la estática que plaga el sistema de audio del colectivo. El colectivo gira en U hacia la izquierda e ingresa en el parador de Campana. El display de leds sobre la cabeza de Marcos no sólo dice que el Water Closet (una definición un poco amplia, sobre todo por lo de Closet) está ocupado, sino que sugiere que son las 00:30 y jura que hace 19 grados.

La gorda del 3 hace rato que venía mascando una pata de pollo de goma. Saca su monedero hasta que saca un billete de 50 pesos. Se le nota en la cara que se los va a gastar hasta el último centavo, cosa no muy difícil dados los precios en este tipo de paradores ruteros. La rubia del 1 decide que también quiere algo. "Probablemente agua", especula Marcos, ya que la vió comiendo pururú como si hubieran estado pasando alguna de esas películas pedorras que siempre ponen en los colectivos. Otras personas deciden bajar también, pero Marcos no les presta atención. Él sólo piensa en cómo va a dormir una vez que salgan del parador.

Una a una las personas se dirigen casi en fila india hacia la puerta del comedor. A través del frente vidriado desde el metro hasta el techo se puede ver gente dentro, comiendo, comprando, durmiendo despatarrados en las mesas. En la puerta, cada persona es recibida por el guardia, que les dice algo, al tiempo que sacude la cabeza, y les niega el paso. La persona de turno gesticula un poco, tal vez vocifera algo, y señala el ineterior del establecimiento. El guardia se encoge de hombros y vuelve a sacudir la cabeza. El viajero hace un gesto de fastidio, da media vuelta y se dirige visiblemente enojado al vehículo. Entonces llega el siguiente, y de nuevo las mismas acciones: el guardia no lo deja pasar, el viajero protesta, el guardia se encoge de hombros y niega como diciendo "No es mi culpa, sólo sigo órdenes" y el viajero retorna enojado al colectivo. El chofer, enterándose de la situación ("Dice que está cerrado" le escupen casi todos los pasajeros que regresan), decide a ir a otro parador.

Esta escena se repite con cada uno de los que tratan de ingresar al comedor, excepto dos: la rubia del 1 y la gorda del 3. Viéndolas entrar, Marcos, el chofer, sus acompañantes y resto de los pasajero levantan la ceja izquierda al unísono. Los viajeros que acaban de ser rechazados vuelven a donde está el guardia y le espetan improperios. El guardia, haciendo caso omiso del significado de muchos de los epítetos que le lanzan, sigue con su rutina de encogerse de hombros y negar con la cabeza. Al mismo tiempo el chofer está en la cabina y decide llamar la atención, dándole unos golpes al mando de la bocina en el centro del volante, y haciendo juego de luces, iluminando acusadoramente a las dos mujeres que están dentro del comedor, retrasando al resto.

La rubia del 1 se dirige a una heladera, retira un agua mineral de medio litro, al tiempo que la gorda del 3 caza un bolso de viaje de la estantería y comienza a llenarlo con comida enpaquetada. Cada vez que agrega algo, levanta la vista al techo, mueve los labios y cuenta con los dedos, sumando. Cuando parece que está llegando alos 50 pesos se dirige a la caja. En unos estantes debajo de ella hay golosinas de todo tipo: chicles, alfajores, galletas, chupetines, chocolates, etc. La gorda agrega al bolso un alfajor y 7 chicles. La empleada de la caja la mira con los ojos desorbitados, y con muy pocas ganas comienza a registrar la compra. La boca de la gorda se expande en una sonrisa casi lunática cuando, por fin, el display verde de la registradora muestra un 50.00 redondo. Marcos no sabe decir si esta sonrisa responde a la satisfacción de haber sumado correctamente o a la anticipación del festín por venir. La gorda deja un billete sobre el mostrador, recoge el bolso y se dirige al colectivo, con la sonrisa aún en la cara, pero con los ojos clavados en el bolso de forma de no dejar dudas que, al menos ahora, es de pura anticipación.


Dios sigue en piyamas y tiene sueño. Además, los temas tratados por el resto le aburren sobremanera. Se recuesta en el mullido sillón, se despereza, estirando los brazos. Como era de esperar, lo único que consigue es tirar al piso la cartera de la morocha.


Marcos trata de conciliar el sueño entre el mastique de la gorda a su derecha y los agudos que se escapan de los auriculares del flaco a su izquierda. Cuando cree que está por lograrlo (en realidad es sólo impresión suya), algo frío y liviano golpea su brazo derecho, seguido de algo más macizo. Tanteando, ecuentra los objetos: un desodorante para mujer casi vacío y un pomo de bronceador factor 1492 (que debe estar hecho a base de plomo). La gorda del 3 se ríe con la boca llena, salpicando el parabrisas con migas de alfajor.

La señora del 7 se levanta entre las sombras. --Uh, disculpá. Pasa que el portaequipajes no tiene barandita ni nada--dice humildemente, mientras toma los objetos de las manos de Marcos, y los vuelve a poner en la bolsa que asoma su oscura boca por el borde del portaequipajes. La gorda del 3 termina de reírse, y aún con la boca llena, comenta:--Este viaje es muy gracioso. Primero, el colectivo llega tarde a Retiro, al punto que el de diez minutos después parte antes. Después el fiasco de Campana--"como si te hubiera afectado...", piensa para sus adentros Marcos--. Ahora esto. Es muy gracioso. Alguien debería hacer una película de esto.--


Dios en malla esta en cuclillas ayudando a la morocha a juntar el contenido de la cartera. Están muy cerca uno del otro y Dios, al contrario de las creencias populares, es de carne y hueso. Y la carne es débil. Al fin y al cabo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y los hombres no pueden hacer más que especular hasta qué punto son semejantes a Él. Las tetas de la morocha bailan a pocos centímetros de los ojos de Dios, y éste no se puede aguantar más. La agarra de los brazos, y de un solo movimiento la revolea y la tira encima de la mesa y luego a él encima de ella, ante el asombro del resto.


La pareja de 5-6 deja la version en cartas del truco para pasar a la versión carnal del juego. El resto del pasaje se exalta. Algunos se quejan, otros gritan sugerencias, otros piden participar y otros sólo que los dejen dormir. El copiloto, hombre experimentado de las rutas, termina la batahola echándoles un balde de agua fría como si fueran una pareja de perros. Termina por pedirles a los pasajeros que rodeaban el lugar del incidente, con una voz suave de azafata en medio de un accidente a 10.000 metros de altura, que vuelvan a sus asientos y procuren no imitar la ocurrencia de la ahora feliz y fumante pareja.


Dios e piyama, a pesar del (literal) quilombo a su alrededor, decide tomarse una siesta de todas formas, si es que podemos hablar de siesta en El Cielo, donde siempre es de día. Se vuelve a desperezar, esta vez estirando los brazos, manos, dedos a pocos centímetros encima de la mesa, sin tocarla. Luego cruza los brazos, apoya la cabeza en el hueco del codo derecho. Cuenta unas cuantas ovejitas (no sabría decir cuántas, pero a estas alturas deben ser miles de millones), las junta en rebaños, y agrega pastores, iglesias, padres y un papa al cuadro. Con la satisfacción del deber cumplido, se queda profundamente dormido.


El ronquido, junto con los relojes analógicos, el cuarteto, los 'piiiii... piiiii...' de las marcha atrás de las palas mecánicas que construyeron la Circunvalación a 8 cuadras de la casa de sus padres en Córdoba y las alarmas de los portones eléctricos de los 20 edificios cerca del departamento en Buenos Aires, son los principales disparadores de los insomnios de Marcos. Primero fue su padre, luego los hermanos con los que compartía pieza, también su primo en Buenos Aires y ahora la gorda del 3 y el flaco del 2. Marcos cuenta hasta 5 millones ida y vuelta, y luego se aboca a especular sobre el impacto de una doble traqueotomía con lapicera en su por ahora nulo prontuario.


Dios, de rastas greñosas y remera con una hoja de cannabis sativa del tamaño de una sandía bordada en el pecho, hizo aparecer con uno de los pases mágicos que lo caracterizan, el caño más grande de la historia de la Humanidad (pero no de la historia de Dios mismo), lo encendió con su voluntad (la bencina y el fósforo le dan mal sabor) y empezó a darle largas pitadas, reteniendo largamente el humo en los pulmones. Una sonrisa beatífica se le dibujó en la cara, y se recostó en el sillón, cruzando los pies descalzos sobre la mesa.


La atmósfera dentro del colectivo estaba pesada. Casi todo el mundo dormía y el aire estaba viciado con la sumatoria de los malos alientos producto de la multiplicación de las cenas, compradas y devoradas a las dos y media de la matina en el parador de San Nicolás, con la falta de oportunidad de lavarse los dientes una vez terminado el mastique (no así la digestión), pues sólo pararon 5 minutos que fueron 10.

A su vez el aire acondicionado hacía su mayor esfuerzo por mantener una temperatura decente, y a pesar que el display juraba en el nombre de Dios que hacían 23 grados, los pocos que estaban despiertos calculaban que se acercaba más a los 40, agregando un 70 o 75% de humedad. Alguien fue a quejarse con el chofer, quien solícito le dió más potencia al aparato. Esto pareció hacer efecto durante un rato, pero pronto no sólo comenzó a hacer más calor que antes, sino que además el habitáculo se comenzó a llenar de humo. El copiloto, viejo lobo solitario del camino, sentenció que el acondicionador estaba en llamas, cosa que se pudo comprobar por los retrovisores.

El cúnico, siempre al salto por un bizcocho, pandió con la velocidad del rayo. La gente gritaba, pedía auxilio, que frenaran el coche, que si había algún matafuegos cargado, no precintado, no abulonado al chasis, no protegido por una jaula de metal con un candado de combinación de 12 dígitos. El copiloto, viejo perro tirador de trineos por la ruta 9, explicó al pasaje que no había tal matafuegos y que, como iban atrasados por haber salido tarde y por el fiasco de Campana, no frenarían hasta Villa María. El pasaje, viendo la serenidad con que comunicaba estos hechos, volvió a sus asientos satisfecho. El colectivo, visto desde alguno de los ranchos cercanos a la ruta, parecía un gran cigarro violeta al que estaban encendiendo con un soplete.

Las llamas se extendieron a las últimas filas de asientos, luego de consumir todo el equipaje pero, increíblemente, sin llegar al motor. Viendo que la situación empeoraba, el copiloto, veterano fogueado en las misiones jesuíticas al norte del país, ordenó al chofer que fuera apagando los pasajeros en llamas y que los llevara hacia la parte delantera del vehículo, incluyendo un par de filas aún no atacadas por el fuego por prevención, al tiempo que una monja que antes de calzarse los hábitos manejaba trolebuses en La Docta tomaba el volante y él avisaba por radio a Villa María.

Cuando llegaron a la terminal, un destacamento de bomberos involuntarios (en realidad eran presos a los que las autoridades no sabían dónde meter, pues ya no cabían en las atestadas cárceles) los estaba esperando con tres baldes de agua y dos de arena. Por milagro, se lanzó un chaparrón que parecía afectar sólo a la parte trasera del colectivo. El fuego pronto se apagó y el colectivo partió finalmente para Córdoba. Dentro había un clima casi festivo.


--¡Señores! ¡Señores! ¡Por favor, silencio!--. Todos se callaron. --Mejor así. Esto es una vergüenza. Otra vez hemos discutido por horas y no hemos resuelto nada. El colectivo ya está por llegar a destino y ya no tiene sentido que discutamos. Pero me preocupa el bajo nivel de efectividad que tenemos--Dios dice golpeando la mesa--. La comisión directiva ya nos ha amenazado con que van a revisar nuestras actividades, y evaluar la posibilidad de retiros anticipados--. Los miró a todos. Estaban callados, muchos mirando para abajo, aceptando con un sentimiento de culpa que ninguna madre judía jamás logrará inculcar en su hijo. --Y no queremos eso, ¿verdad? Ahora ya no podemos hacer nada, pero para la próxima vez vamos a cambiar las cosas acá. Sí, señores, las cosas tienen que cambiar si queremos conservar nuestros empleos. Ahora retírense, quiero pensar. Nos vemos la próxima.

Se levantaron, rompiendo el silencio sólo con los ruidos provocados por los sillones corriéndose, el rozamiento de las ropas y sus respiraciones. Llegando a la puerta, Dios de malla comenzó a llorar. La morocha, a pesar de la violación que sufrió, que dicho sea de paso era la primera vez que tenía un orgasmo en una relación sexual, motivo por el cual no estaba ni de cerca enojada con esta personalidad de Dios, iba al lado de él, tratando de consolarlo. Todos terminaron de salir. El último cerró la puerta. Dios de túnica blanca lanzó un ruidoso y largo suspiro. Giró el sillón, dándole la espalda a todo el salón, y fijó la vista en el enorme cuadro que estaba colgado en la pared. Era un cuadro donde se podía ver a Cristo en la cruz, su madre María al pié de la misma llorando abrazada de María Magdalena. Trató de buscar inspiración en el cuadro, pero no le dijo nada. Inquieto, comenzó a jugar con su barba. Iba a ser una noche larga.


El colectivo por fin entró en la terminal de Córdoba. Marcos habría sonreído, porque por fin volvía a la ciudad que tanto quería, pero en realidad estaba muy cansado. El colectivo giró a la derecha y entró en la plataforma. La gente ya estaba haciendo cola para bajar. Marcos está parado al lado de la escalera. Al frente de él está una persona con un vasito de café en la mano.

En cuanto a la forma de detenerse, hay dos escuelas entre los choferes de colectivos de larga distancia. En las terminales suele haber, en la franja de asfalto reservada para el colectivo, bien sobre la punta donde terminan las ruedas delanteras, unos topes o a veces un escalón, que el colectivero usa para saber que debe detenerse. Los que ya han hecho muchos viajes y ya conocen las terminales apenas los tocan. La mayoría de los novatos o los que llegan muy cansados los usan, casi que hasta abusan de ellos. No sabría decir si éste era novato, estaba cansado o ambas cosas. La cosa es que abusó del escalón presente en las franjas de asfalto reservadas para los colectivos en la terminal de Córdoba.

La persona con el café en la mano, ante el impacto no muy suave, decidió arrojar el café en la dirección que la inercia le susurró al oído. Y en esa dirección estaba Marcos, con su mochila en la espalda y un bolso negro en la mano. El café le cayó en el torso, a la altura de la boca del estómago. Por suerte el café a esta altura del partido no estaba muy caliente. Marcos cerró
los ojos y de un suspiro muy largo contó hasta 10 millones. Pero no pudo evitarlo. Metió la mano libre en el bolso negro. Lo que sacó no iba a solucionar nada, pero le iba a dar una buena descarga de tensiones. Ciego de furia, apuntó a la altura del pecho y apretó el gatillo.

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