Saturday, December 11, 2010

Vete, desaparece, o déjame respirar al menos

Arremetió contra el recuerdo de todas las formas que se le ocurrió. Intentó ahogarlo en alcohol o aturdirla con música. El alcohol le dio un poco más de resultado, pero no quería, no debía mantenerse ebrio por siempre (poder siempre se puede). La música ayudaba también, sobre todo cuando cantaba las letras como un loco mientras caminaba por las calles, o cuando podía encerrarse en la pieza que tenía al fondo del patio de la casa a maltratar una vieja batería. Pero tampoco debía vivir hundido allí, siempre estaban las obligaciones, las necesidades. Los libros no servían porque no lo absorbían lo suficiente, igual que el trabajo, aunque se atorara de él. Las reuniones sociales le permitían reír, discutir, bardear, pero cuando le tocaba escuchar hacía muecas, gruñía o miraba al techo suspirando porque una vez mas el recuerdo venía a morderlo. A veces se mordía o pellizcaba una parte del cuerpo, esperando que el dolor lograra ahuyentar el recuerdo, pero resultaba una solución muy pasajera. Buscar ayuda no era posible porque el psicólogo que hablara su idioma más cercano debía estar a miles de kilómetros de distancia, y se sentía muy avergonzado de contárselo a cualquiera de los pocos amigos que tenía a mano.

La situación comenzaba a ponerse desesperada, el tiempo pasaba y el recuerdo volvía y volvía, mordiendo siempre. Es como si estuviera muy cómodo sentado sobre su cerebro, y que cuando se aburría simplemente estiraba la mano, tiraba un poco de la masa gris, se lo llevaba a la boca y mordía, siempre con la misma intensidad, uno no sabría decir si fuerte o suave, no hacía diferencia, el resultado era el mismo. Y soltaba, riendo, señalando con el dedo el lugar donde
los recuerdos se proyectan y decía "mirá lo que hiciste, pelotudo". Lo volvía loco no poder quitárselo de encima, no poder archivarlo en un cajón polvoriento.

Lo último que se le ocurrió fue una técnica que llevaba años sin usar, simplemente porque no lo había necesitado. Durante años había hecho uso extenso de ella, produciendo como desquiciado, a veces en el medio de la noche, a oscuras, sentado en la cama, escribiendo sin ver las palabras, simplemente vocando en crudo aquello que lo perseguía, lo atormentaba, lo mantenía despierto por las noches. Y volvió a escribir, pero ya no tan en crudo, sino, esta vez, procesando, amasando, cubriendo, esquivando el recuerdo. Probablemente no estaba listo para ver escrito en crudo la imagen que conocía tan bien. Y ahora, mientras escribía la última frase, rogaba que fuera suficiente, que se fuera, que desaparezca o que al menos le diera tiempo para recuperarse.

Thursday, December 24, 2009

Casi fue una más en la larga lista de mujeres que dejé escapar

Nunca sabré cómo terminé en sus brazos esa noche -ambos estábamos muy ebrios y no recordábamos nada al otro día- pero desde entonces no me dió más que alegrías: la primera vez que cogimos, cuando nos casamos, el primero de mis hijos y cuando se murió la semana pasada.

Saturday, November 08, 2008

Time travel

After going to sleep around 2000, I woke up around 0200 and couldn’t get back to sleep for a couple hours. All this time travel thing gives me the creeps, so I prefer to stay awake only for short periods of time until I get used to the new epoch. This can take a couple of weeks, specially when the jump is big, like in this case, so this period is almost useless for working. Because I'm like a imsomniac vampire, wanting to go to bed but waking up anyways from time to time, I skip lunch time sleeping, breakfast craving for some sleep hours and dinner wishing I wasn't so stupid.

Then comes a period of raging activity, when I have to make up for the sleeping period. In this second period I don't watch too much for eating times, so I loose weight again.

I need vacations. If I don't have a copule of months without time traveling, I think I'll just vanish.

Saturday, November 17, 2007

Partido

Salió del edificio en el que había estado trabajando por horas a la Córdoba de un sábado a las 5 de la tarde, cerca del verano. Los termómetros registraban 34°, pero se intuía mas. Debía llegar en unos minutos a otro sitio, tal vez su propia casa, a ver un partido del que sabía el resultado, pero nunca se había perdido uno y no iba a empezar justo ese día.

El centro estaba recuperándose de su mayor actividad, registrada a la mañana, de la forma que sólo el centro sabe hacerlo. Las peatonales estaban semidesiertas, y la poca gente que había retozaba en los canteros. Los perros callejeros, otrora omnipresentes, ahora estaban en todo rincón fresco que quedara.

Al doblar por San Martín se encontró con una fauna que no esperaba: vendedores ilegales y semiambulantes, de cd's truchos, de pulloveres tejidos a crochet, de miles de anteojos oscuros clavados en telgopores inmensos. Sólo los kioskos y las heladerías estaban abiertas. La ruta que había elegido al azar no le llevaba a ningún bar abierto, al menos no por ahora.

El calor rebotaba en las paredes y lo atacaban de todos lados. Al principio lo ignoró porque venía de un ambiente fresco, y el cuerpo tenía aún un residuo de esa frescura. Pero no pasaron tres cuadras cuando notó que su boca estaba seca, que las mucosas de la nariz se habían convertido en nada mas apropiado para describirlo que moco seco. Sabía que si no se apuraba algo iba a pasarle.

Esquivó hábilmente, sin aflojar el paso, a cuanto lánguido transeúnte se le cruzara. Los veía venir y los medía para analizar si podrían hacer movimientos bruscos que haría que él se estrellara contra ellos, pero parecía que sólo él estaba apurado. El resto sólo estaba aturdido y buscaba las inexistentes fuentes de agua en busca de alivio. Las heladerías se convertían en la única opción para esa masa de zombies al rayo del sol.

La cosa se agravaba. La lengua se le hinchó y los ojos le ardían. Comenzó a delirar con botellas de agua, pero no veía kioscos en su ruta y no pensaba volverse 40 metros hasta el último que vio. Con tozudez siguió caminando, tratando de esquivar los rayos solares, pegándose, aunque no mucho por el calor que emanaban, a las paredes. Cada tanto pasaba por la boca de una galería y un vacío fresco trataba de sacarlo de su curso, pero él resistía en su travesía. Creía recordar un bar en 25 de Mayo y Maipú donde estarían pasando el partido.

Apretó aún más el paso. La situación ya se presentaba complicada. La piel estaba reseca y quebradiza, los labios estaban partidos y un par de hilos de sangre le bajaron hasta secarse sobre su corta barba, las venas de los brazos resaltaban azules y gruesas. Sólo faltaban dos cuadras y podría tomar tranquilo un litro de lo que quisiera. La vista se le nublaba y les costaba pestañar. La temperatura corporal se había elevado por el esfuerzo y por la imposibilidad de transpirar. El pulso le aumentó a niveles cercanos a la taquicardia, el cansancio le ganaba. Pero él no, seguía en lo suyo, ya no faltaba tanto.

Los pies fueron los primeros en descascararse, al principio célula por célula, pero el proceso se aceleró rápidamente. A los 20 metros parecía un hombre de arena al que a cada paso le fuera comiendo las piernas una marea invisible. Cuando ya la mitad de sus muslos habían quedado en el camino cayó de cara, ni puso las manos.

Jadeando maldijo su suerte, pero este inconveniente no se interpondría entre él y su objetivo. Juntó fuerzas, levantó su cara a la que le faltaba la nariz, y comenzó a arrastrarse con lo brazos. Sólo 20 metros más y luego cruzar la calle. Llegó a la esquina con los codos. El último tramo era nadamás y nada menos que la avenida más ancha de la ciudad.

Nunca llegó al otro extremo. Llegó un punto en que ya no le quedaban brazos suficientes. Quedó allí tirado, queriendo llorar pero no teniendo ya lágrimas. Finalmente un viento seco lo terminó de barrer y ya mas nada se supo de él.

Saturday, October 06, 2007

Ladrones

Noche oscura si las habrá habido, un frío de cagarse. Las pocas luces de las calles de ese barrio chato no alcanzaban a hacer un resplandor en las nubes bajas. Una tenue bruma de olor fétido típica de algunas zonas del conurbano llenaba los huecos que dejaba el frío.

El pibe esperaba, pistola en mano, en una esquina, a la vuelta de la parada, 20 metros más allá. Tiritaba, y el hambre lo había puesto allí, 3 de la mañana, esperando a su víctima. Lo había visto varias veces bajar a los tumbos del colectivo y caminar zigzagueando, hasta apoyándose en las paredes, postes y árboles, hasta su casa, a 2 cuadras de distancia. Nadie en el barrio había levantado cabeza luego del quilombo del 2001, pero el tipo andaba siempre de saco y corbata, buen corte, afeitado, zapatos lustrados, un maletín. Se arriesgaba a que se hubiera descerrajado la guita en alcohol, mujeres, timba; o las tres, para el caso, pero también estaría mas vulnerable, torpe, ebrio.

Sintió un motor a lo lejos. Se asomó sin mucha cautela y vio el 158 venir al palo, las luces de posición apenas una manchas amarillentas, pero las negras bien penetrantes. Volvió a la protección de la esquina, la espalda contra la pared. El corazón puso segunda al sentir los bulones de las pastillas de freno contra los discos; tercera cuando el chirrido cesó, se sintió la puerta abrirse y golpear, los pasos en la escalera; seguía acelerando a medida que los pasos se acercaban, zapato contra baldosa. El pibe reempuñó el revolver, contó hasta tres y salió al paso.

El tipo estaba fresco, y pegó un buen salto cuando el pibe se le apareció en la esquina. Viéndolo empuñar el arma con pulso tembloroso, el tipo supo de que se trataba, pero esperó a que fuera el otro quien iniciara las tratativas. Es como siempre había hecho y como siempre había que hacer. Unos segundos incómodos pasaron y ninguno de los dos dijo nada. Viendo que eso podía tomar su tiempo, hizo un ademán como invitándolo a hablar. El pibe reaccionó y usó una frase de libreto:

- Dame todo lo que tengas o te quemo.

Viendo que todo tomaba un curso normal, casi que suspiró de alivio, y eligió la frase que utilizaría a continuación. A un clásico sólo se le podía responder con un clásico:

- ¿Estás seguro?

El sorprendido era ahora el pibe. No dio un salto, pero su mente dio un vuelco tras agarra una piedra: una, dos vueltas de campana y terminó sobre las ruedas. Sólo quedaba ver si podría seguir andando:

- Dame toda la guita, pelotudo, dale, rápido.

La voz intentaba ser de mando, pero salió sin fuerza. En un liceo lo habría convertido en el punto de las bromas pesadas y en una cárcel en la chica del pabellón. El tipo sabía que era duda, y la duda muchas veces, sobre todo ayudada por el arrebato, lleva al cambio de idea. Y con esto es con lo que contaba el tipo. Era ahora; no había un nunca:

- ¿Estás seguro que querés asaltarme? ¿Seguro de arriesgarte a que no tenga nada, a que te vean, a que me den pelota en la comisaría? ¿Seguro de que no sé karate, aikido o full contact? ¿Te has asegurado de que no llevo un arma, de que yo no sea un campeón local de tiro, o no tenga un récord zonal en velocidad? ¿Te has asegurado? ¿Has pensado en un seguro, un seguro, no contra robo, sino a favor del robo? ¿Qué pasa si te apresan, si te cagan a palos, si te matan, quién va a mantener a tu familia? ¿Has pensado en todo eso? Te podemos cubrir, ¿sabías? Cubrir a tu familia, conseguirte protección de la policía, con la policía, sólo firmando un simple contrato. Cualquier problema que tengas te lo solucionamos. Si el tipo no tiene nada encima, te lo subimos a un auto y vamos aun cajero o a su casa. Se si pone pesado, tenemos matones que los tengan. ¿Y si se te escapa un tiro? Nada, desaparecemos el fiambre. ¿Tenés alguna duda, algo que no cubramos? Lo arreglamos. Todo se arregla. Claro, dinero o mercancías de pormedio.

El pibe ya había bajado el arma y lo miraba atónito.Debía ir con cuidado. Esta era la segunda parte difícil.

- Te soy sincero. No pretendemos sangrarte, sino te perdemos como cliente. Es sólo el 10% de lo que recaudes el primer año. Eso te da cobertura total.

El pibe ya tenía el rostro desencajado. La iniciativa hacía rato que se había alejado junto a la realidad, borrachas las dos, subidas en el 158, abrazadas y cantando, botella en mano, a la espera de que la chancha las baje de un patadón en una esquina ignota y se perdieran pasa siempre. Sola quedaba la lectura ciega de un libreto que el pibe prefería no escribir, pero que veía salir de su boca en forma de palabras que nunca podría negar o retirar:

- ¿Y después?

El tipo había temido eso. Era la tercer parte difícil, y no había manuales útiles para ésta. Debía pensar muy bien lo que dijera; de ello dependía si habría contrato o no. No debía mostrarlo, pero necesitaba el contrato, o no cubriría su cuota en la pirámide, y quedaría fuera de ella de la peor forma. Sonrió como el vendedor de autos usados que había sido y comenzó a explicar:

- Bueno, a medida que pasa el tiempo te vas haciendo notar. La cuota va lógicamente subiendo, pues ya no sería tan fácil...

No pudo terminar la frase. La cordura se estrelló en el cerebro del pibe luego de una caída libre fabulosa. Tiró el revolver sin balas al piso y se echó a correr como alma que se la lleva el diablo, dejando tras sí un hueco en la niebla. El tipo intentó atajarlo, pero no reaccinó a tiempo. El pibe doblaba ya la otra esquina. El tipo bajó los brazos y la mirada, se ajustó el sacó, y volviéndose sobre sus pasos, se sentó en la parada a esperar el siguiente 158.

Sunday, April 22, 2007

Grandma

It was New Year's Eve and the house was brightly decorated with holiday trappings. The only sound that broke the quiet was the click of Grandma's knitting needles. The children, Jane, eight and Mary, five, were seated in front of a cheerily burning fire, leafing through a picture book. Tired of this, they went over to Grandma's rocker. Jane climbed up on the arm of the chair and Mary snuggled into Grandma's cozy lap.

"Tell us a story," begged Mary.

"Oh," said the old lady, laying aside her knitting and wrapping her arms around the children. "What story should I tell you?"

"Tell us our favorite story," whispered little Jane eagerly. "About the time you were a hooker in Chicago."

Monday, March 19, 2007

Larga distancia

Dios, vestido de túnica blanca y sandalias, está sentado en la punta de una mesa larga. La mesa es de caoba, de unos 8 metros de largo por 2 de ancho en las puntas y 2 y medio al medio, muy lujosa, con un pié central tallado. Alrededor de la mesa hay 9 sillones de cuero, amplios y muy cómodos. Uno de ellos tiene apoya brazos, y está puesto en uno de los extremos de la mesa. En el otro extremo no hay sillón, sólo un ventanal sobre un paisaje de nubes... que flotan por debajo de la altura a la que está el salón en la que se encuentra esta lujosa mesa, los 9 mullido sillones y Dios.

Dios mira inquieto su reloj de pulsera, como si fuera tarde. Es que es tarde. Una puerta a la derecha del otro extremo de la mesa se abre y Dios entra, de ambos gris plateado y maletín negro de cuero. Balbucea una excusa y se sienta lo más alejado posible. Sin esperar comentario por parte de Dios, gira el sillón hacia el ventanal y simula contemplar el paisaje.


Marcos se agacha un poco, estira el brazo hacia abajo y con la mano agarra las tiras de la mochila. Contando internamente hasta 2, tira de las mismas, y de un movimiento brusco se calza la mochila en la espalda. Una vez repuesto del sacudón, vuelve a mirar hacia el suelo y contempla la valija y la caja con su computadora. Alza esta última, la coloca sobre la valija, agarra la manija de la misma y la hace moverse sobre sus ruedas hacia la punta de la plataforma, que extrañamente está casi desierta. Mientras el resto de los pasajeros se apelotona alrededor de los conductores, preguntándoles que de qué hora es el coche, que porqué el coche que debería salir 10 minutos después que éste ya salió, que qué hora es, que porqué River no salió campeón de la Sudamericana, Marcos arrastra sus bártulos de espalda hacia donde le espera el tipo que los va a revolear en las entrañas traseras del colectivo.


Dios está conversando con Dios acerca del clima, que siempre es depejado, cálido y sin vientos a esas alturas, cuando Dios entra por la misma puerta que antes, excepto que esta vez está vestido de malla, zapatillas, una remera naranja fluorescente, anteojos oscuros y gorra. Bien bronceado y con arema aún pegada en ciertas partes de su cuerpo, está acompañado por una morocha de shorcito, top ajustado que deja adivinar el corpiño del bikini debajo, visera de tenis y chatitas. La morocha se sienta en la silla de la taquígrafa, a pesar de que en realidad no sabe hacer otra cosa mas que limarse las uñas y masticar un chicle con la boca abierta. Dios saluda vagamente con la mano y se despatarra en uno de los sillones.


Marcos está en la cola para subir. Delante suyo hay una pareja. Ella, rubia, gorda, arriba de los 100; él, albino, con unos anteojos muy gruesos. Algo huele levemente a alcohol, pero Marcos no se gasta en buscar la fuente, pues supone que es el albino.


La puerta a la derecha de la ventana se abre y Dios, vestido como si fuera el cantante de Iron Maiden, entra charlando un poco ruidosamente con Dios, esta vez vestido con piyamas, las lagañas aún en las comisuras de sus ojos, las marcas de las sábanas aún en su cara. Vienen charlando de política, a pesar de que en "El Cielo" hace rato que no hay elecciones. Sin saludar, se sientan en asientos enfrentados y siguen discutiendo por encima de la mesa.


Marcos sube al segundo piso del colectivo y se dirige al frente. Él tiene el asiento número 3, que es el de la primera fila a la derecha, ventanilla. Sentada en ese asiento está la gorda rubia que iba delante suyo en la cola. En el asiento 4, pasillo, hay unas bolsas blancas con cosas dentro. --Está ocupado?-- pregunta Marcos, temiendo que el albino aparezca por detrás suyo con dos vasos de jugo en la mano. Marcos no es muy adepto a pelear por lo que le corresponde, y mucho menos con extraños. La gorda, en respuesta, niega con la cabeza. Marcos estira la mano y tantea el contenido de las bolsas. Son botellas de gaseosas de plástico vacías. La gorda sonríe como queriendo decir que no son suyas, pero lo único que logra es demostrar que sí lo son. Duda un instante, y con la mano izquierda las agarra y las tira en dirección al tacho de basura que está en el extremo del pasillo, justo debajo del parabrisas. Pero el tacho tiene la tapa puesta, así que las bolsas golpean contra ésta, siguen de largo y terminan en el piso. Marcos siguió con la vista la trayectoria, y cuando las bolsas se detuvieron en el piso, miró asombrado a la gorda. Ésta sonrió, esta vez dejando ver que en realidad le importa un cuerno y se encoge de hombros. Marcos lanza un suspiro sonoro y termina por sentarse en el 4.

En el asiento 1, ventanilla del otro lado, está sentada una rubia que Marcos cree reconocer de otros viajes. En el 2, pasillo, se está terminando de sentar un tipo joven. Una fila más atrás, en el 5 y el 6, está una pareja que, aprovechando que el apoyabrazos que está entre los asientos se rebate por completo, están muy abrazados, estirados sobre ambos asientos, las piernas estiradas sobre el pasillo. En el 7 y 8, detrás de Marcos y la gorda, viajan una madre y su hijo de unos 8 o 9 años.


-- Señores --dice Dios sentado en la punta de la mesa--, tenemos este colectivo que está saliendo tarde y debemos decidir qué va a suceder en el viaje --. Los otros Dios sentados alrededor de la mesa se miran entre ellos y un murmullo creciente recorre el recinto.


Alguien por allá atrás está hablando. Lo raro es que debe estar charlando con alguien, por la forma en que se expresa, pero Marcos no logra oír la voz de la otra persona. Trata de ver algo en el reflejo en el parabrisas, pero sólo logra ver a los que están en la primera fila, incluyéndose. Marcos entonces se imagina a un tipo en sus cuarenta y largos, morocho, bigote y pelo cortos y encanecidos. Le está hablando a la otra persona con su voz gruesa y media rasposa de fumador mesurado pero constante a través de los años. A su lado, una pobre mujer, también en sus cuarenta y largos, teñida de castaño claro, flaca, un poco consumida por el cigarrillo, mira al vacío a través del apoyacabezas del asiento que tiene al frente, apabullada por la verborragia de su compañero de asiento, limitándose a asentir de vez en cuando.


Dios abre su maletín de cuero y extrae unos documentos y unos dados raros, como si fueran de juegos de rol, pero todos tienen una cantidad prima de caras. --Alea jacta est--vocifera Dios, de camisa blanca, chaleco negro, visera semitransparente verde, con cara de timbero viejo.


La pareja del 5-6, cuando el colectivo abandonó Retiro, abandonó a su vez el guión "mimos en público desconocido" para pelar un mazo y jugar entre ellos. --Truco!--grita él. Marcos se lleva la mano a la frente, dándose un golpe algo sonoro, y la va bajando, estirando lentamente la cara, en un claro gesto de fastidio. "En qué irá a terminar esto", piensa.


En el recinto la discusión es suave pero constante. Dios, de bermudas de tela gruesa hasta debajo de las rodillas y remera negra sin mangas, tan evidentemente aburrido que no sólo se le nota en la cara sino que bosteza ostensiblemente, saca un walkman de no se sabe dónde (probablemente lo creó con la plastilina que siempre lleva encima), se calza los auriculares y pone un cassette de Fausto Papetti.


El del 2 se estira hacia adelante y con las manos revuelve su bolso de mano y al tacto reconoce el discman y los auriculares. Juega con ellos un rato, aprieta lo que parecen ser todos los botones, luces se prenden para dejar ver pantallitas de cuarzo líquido en la oscuridad. Vuelve a revolver el bolso, esta vez para sacar un estuche porta-CDs. Lo abre y comienza a pasarlos uno por uno, indeciso. La Mona, La Fiesta, La Barra, la banda sonora del programa "Sábado Bus" (12 versiones distintas de "saracatunga, catunga, catunga, todas queremos saracatunga" y un rap en base a distintas entonaciones del saludo de Nicolás Repetto "salute, comeeennnnzamos!"), Los Pimpinela, el último de Luis Miguel... se detiene en éste, lo retira del sobre y lo introduce en el discman. Sube el volumen al nivel en que el sonido no dañará sus tímpanos (al menos no en forma permanente), pero lo suficiente como para que el chofer, que está un piso más abajo, siga el ritmo golpeteando el volante. A su vez, el del 2 comienza a moverse al son de la música. Marcos deduce que el tipo ve mucha televisión, pero que nunca fue a ver al Luismi a un recital, pues éste se limita a repetir los pocos pasitos del ídolo que se podían ver en la propaganda con la que el canal 13 estuvo machacando los últimos 6 meses con motivo de los 4 recitales que dio
en River a principios de mes.


La discusión sube de tono. Ahora todos hablan al mismo tiempo. Dios vestido como el motoquero gay de Village People, se levanta, empujando bruscamente el sillón con ruedas hacia astrás, que se va rodando hasta chocar contra la pared. Dios se estira por encima del apoyabrazos derecho, llevando la mano del mismo lado hacia el piso, y sin dejar de mirar los gesticulantes movimientos de sus compañeros, la levanta con una campana que comienza a sacudir. El resto se queda en el gesto en que está, y al unísono giran la cabeza hacia la cabecera de la mesa. Dios esboza una sonrisa de satisfacción. -- Así está mejor --dice, y deja la campana en la mesa, a la vista de todos.


-- Ding... don! Campana, paramos 20 minutos. Campana, paramos 20 minutos --dice el azafato por los altoparlantes, por encima de la estática que plaga el sistema de audio del colectivo. El colectivo gira en U hacia la izquierda e ingresa en el parador de Campana. El display de leds sobre la cabeza de Marcos no sólo dice que el Water Closet (una definición un poco amplia, sobre todo por lo de Closet) está ocupado, sino que sugiere que son las 00:30 y jura que hace 19 grados.

La gorda del 3 hace rato que venía mascando una pata de pollo de goma. Saca su monedero hasta que saca un billete de 50 pesos. Se le nota en la cara que se los va a gastar hasta el último centavo, cosa no muy difícil dados los precios en este tipo de paradores ruteros. La rubia del 1 decide que también quiere algo. "Probablemente agua", especula Marcos, ya que la vió comiendo pururú como si hubieran estado pasando alguna de esas películas pedorras que siempre ponen en los colectivos. Otras personas deciden bajar también, pero Marcos no les presta atención. Él sólo piensa en cómo va a dormir una vez que salgan del parador.

Una a una las personas se dirigen casi en fila india hacia la puerta del comedor. A través del frente vidriado desde el metro hasta el techo se puede ver gente dentro, comiendo, comprando, durmiendo despatarrados en las mesas. En la puerta, cada persona es recibida por el guardia, que les dice algo, al tiempo que sacude la cabeza, y les niega el paso. La persona de turno gesticula un poco, tal vez vocifera algo, y señala el ineterior del establecimiento. El guardia se encoge de hombros y vuelve a sacudir la cabeza. El viajero hace un gesto de fastidio, da media vuelta y se dirige visiblemente enojado al vehículo. Entonces llega el siguiente, y de nuevo las mismas acciones: el guardia no lo deja pasar, el viajero protesta, el guardia se encoge de hombros y niega como diciendo "No es mi culpa, sólo sigo órdenes" y el viajero retorna enojado al colectivo. El chofer, enterándose de la situación ("Dice que está cerrado" le escupen casi todos los pasajeros que regresan), decide a ir a otro parador.

Esta escena se repite con cada uno de los que tratan de ingresar al comedor, excepto dos: la rubia del 1 y la gorda del 3. Viéndolas entrar, Marcos, el chofer, sus acompañantes y resto de los pasajero levantan la ceja izquierda al unísono. Los viajeros que acaban de ser rechazados vuelven a donde está el guardia y le espetan improperios. El guardia, haciendo caso omiso del significado de muchos de los epítetos que le lanzan, sigue con su rutina de encogerse de hombros y negar con la cabeza. Al mismo tiempo el chofer está en la cabina y decide llamar la atención, dándole unos golpes al mando de la bocina en el centro del volante, y haciendo juego de luces, iluminando acusadoramente a las dos mujeres que están dentro del comedor, retrasando al resto.

La rubia del 1 se dirige a una heladera, retira un agua mineral de medio litro, al tiempo que la gorda del 3 caza un bolso de viaje de la estantería y comienza a llenarlo con comida enpaquetada. Cada vez que agrega algo, levanta la vista al techo, mueve los labios y cuenta con los dedos, sumando. Cuando parece que está llegando alos 50 pesos se dirige a la caja. En unos estantes debajo de ella hay golosinas de todo tipo: chicles, alfajores, galletas, chupetines, chocolates, etc. La gorda agrega al bolso un alfajor y 7 chicles. La empleada de la caja la mira con los ojos desorbitados, y con muy pocas ganas comienza a registrar la compra. La boca de la gorda se expande en una sonrisa casi lunática cuando, por fin, el display verde de la registradora muestra un 50.00 redondo. Marcos no sabe decir si esta sonrisa responde a la satisfacción de haber sumado correctamente o a la anticipación del festín por venir. La gorda deja un billete sobre el mostrador, recoge el bolso y se dirige al colectivo, con la sonrisa aún en la cara, pero con los ojos clavados en el bolso de forma de no dejar dudas que, al menos ahora, es de pura anticipación.


Dios sigue en piyamas y tiene sueño. Además, los temas tratados por el resto le aburren sobremanera. Se recuesta en el mullido sillón, se despereza, estirando los brazos. Como era de esperar, lo único que consigue es tirar al piso la cartera de la morocha.


Marcos trata de conciliar el sueño entre el mastique de la gorda a su derecha y los agudos que se escapan de los auriculares del flaco a su izquierda. Cuando cree que está por lograrlo (en realidad es sólo impresión suya), algo frío y liviano golpea su brazo derecho, seguido de algo más macizo. Tanteando, ecuentra los objetos: un desodorante para mujer casi vacío y un pomo de bronceador factor 1492 (que debe estar hecho a base de plomo). La gorda del 3 se ríe con la boca llena, salpicando el parabrisas con migas de alfajor.

La señora del 7 se levanta entre las sombras. --Uh, disculpá. Pasa que el portaequipajes no tiene barandita ni nada--dice humildemente, mientras toma los objetos de las manos de Marcos, y los vuelve a poner en la bolsa que asoma su oscura boca por el borde del portaequipajes. La gorda del 3 termina de reírse, y aún con la boca llena, comenta:--Este viaje es muy gracioso. Primero, el colectivo llega tarde a Retiro, al punto que el de diez minutos después parte antes. Después el fiasco de Campana--"como si te hubiera afectado...", piensa para sus adentros Marcos--. Ahora esto. Es muy gracioso. Alguien debería hacer una película de esto.--


Dios en malla esta en cuclillas ayudando a la morocha a juntar el contenido de la cartera. Están muy cerca uno del otro y Dios, al contrario de las creencias populares, es de carne y hueso. Y la carne es débil. Al fin y al cabo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y los hombres no pueden hacer más que especular hasta qué punto son semejantes a Él. Las tetas de la morocha bailan a pocos centímetros de los ojos de Dios, y éste no se puede aguantar más. La agarra de los brazos, y de un solo movimiento la revolea y la tira encima de la mesa y luego a él encima de ella, ante el asombro del resto.


La pareja de 5-6 deja la version en cartas del truco para pasar a la versión carnal del juego. El resto del pasaje se exalta. Algunos se quejan, otros gritan sugerencias, otros piden participar y otros sólo que los dejen dormir. El copiloto, hombre experimentado de las rutas, termina la batahola echándoles un balde de agua fría como si fueran una pareja de perros. Termina por pedirles a los pasajeros que rodeaban el lugar del incidente, con una voz suave de azafata en medio de un accidente a 10.000 metros de altura, que vuelvan a sus asientos y procuren no imitar la ocurrencia de la ahora feliz y fumante pareja.


Dios e piyama, a pesar del (literal) quilombo a su alrededor, decide tomarse una siesta de todas formas, si es que podemos hablar de siesta en El Cielo, donde siempre es de día. Se vuelve a desperezar, esta vez estirando los brazos, manos, dedos a pocos centímetros encima de la mesa, sin tocarla. Luego cruza los brazos, apoya la cabeza en el hueco del codo derecho. Cuenta unas cuantas ovejitas (no sabría decir cuántas, pero a estas alturas deben ser miles de millones), las junta en rebaños, y agrega pastores, iglesias, padres y un papa al cuadro. Con la satisfacción del deber cumplido, se queda profundamente dormido.


El ronquido, junto con los relojes analógicos, el cuarteto, los 'piiiii... piiiii...' de las marcha atrás de las palas mecánicas que construyeron la Circunvalación a 8 cuadras de la casa de sus padres en Córdoba y las alarmas de los portones eléctricos de los 20 edificios cerca del departamento en Buenos Aires, son los principales disparadores de los insomnios de Marcos. Primero fue su padre, luego los hermanos con los que compartía pieza, también su primo en Buenos Aires y ahora la gorda del 3 y el flaco del 2. Marcos cuenta hasta 5 millones ida y vuelta, y luego se aboca a especular sobre el impacto de una doble traqueotomía con lapicera en su por ahora nulo prontuario.


Dios, de rastas greñosas y remera con una hoja de cannabis sativa del tamaño de una sandía bordada en el pecho, hizo aparecer con uno de los pases mágicos que lo caracterizan, el caño más grande de la historia de la Humanidad (pero no de la historia de Dios mismo), lo encendió con su voluntad (la bencina y el fósforo le dan mal sabor) y empezó a darle largas pitadas, reteniendo largamente el humo en los pulmones. Una sonrisa beatífica se le dibujó en la cara, y se recostó en el sillón, cruzando los pies descalzos sobre la mesa.


La atmósfera dentro del colectivo estaba pesada. Casi todo el mundo dormía y el aire estaba viciado con la sumatoria de los malos alientos producto de la multiplicación de las cenas, compradas y devoradas a las dos y media de la matina en el parador de San Nicolás, con la falta de oportunidad de lavarse los dientes una vez terminado el mastique (no así la digestión), pues sólo pararon 5 minutos que fueron 10.

A su vez el aire acondicionado hacía su mayor esfuerzo por mantener una temperatura decente, y a pesar que el display juraba en el nombre de Dios que hacían 23 grados, los pocos que estaban despiertos calculaban que se acercaba más a los 40, agregando un 70 o 75% de humedad. Alguien fue a quejarse con el chofer, quien solícito le dió más potencia al aparato. Esto pareció hacer efecto durante un rato, pero pronto no sólo comenzó a hacer más calor que antes, sino que además el habitáculo se comenzó a llenar de humo. El copiloto, viejo lobo solitario del camino, sentenció que el acondicionador estaba en llamas, cosa que se pudo comprobar por los retrovisores.

El cúnico, siempre al salto por un bizcocho, pandió con la velocidad del rayo. La gente gritaba, pedía auxilio, que frenaran el coche, que si había algún matafuegos cargado, no precintado, no abulonado al chasis, no protegido por una jaula de metal con un candado de combinación de 12 dígitos. El copiloto, viejo perro tirador de trineos por la ruta 9, explicó al pasaje que no había tal matafuegos y que, como iban atrasados por haber salido tarde y por el fiasco de Campana, no frenarían hasta Villa María. El pasaje, viendo la serenidad con que comunicaba estos hechos, volvió a sus asientos satisfecho. El colectivo, visto desde alguno de los ranchos cercanos a la ruta, parecía un gran cigarro violeta al que estaban encendiendo con un soplete.

Las llamas se extendieron a las últimas filas de asientos, luego de consumir todo el equipaje pero, increíblemente, sin llegar al motor. Viendo que la situación empeoraba, el copiloto, veterano fogueado en las misiones jesuíticas al norte del país, ordenó al chofer que fuera apagando los pasajeros en llamas y que los llevara hacia la parte delantera del vehículo, incluyendo un par de filas aún no atacadas por el fuego por prevención, al tiempo que una monja que antes de calzarse los hábitos manejaba trolebuses en La Docta tomaba el volante y él avisaba por radio a Villa María.

Cuando llegaron a la terminal, un destacamento de bomberos involuntarios (en realidad eran presos a los que las autoridades no sabían dónde meter, pues ya no cabían en las atestadas cárceles) los estaba esperando con tres baldes de agua y dos de arena. Por milagro, se lanzó un chaparrón que parecía afectar sólo a la parte trasera del colectivo. El fuego pronto se apagó y el colectivo partió finalmente para Córdoba. Dentro había un clima casi festivo.


--¡Señores! ¡Señores! ¡Por favor, silencio!--. Todos se callaron. --Mejor así. Esto es una vergüenza. Otra vez hemos discutido por horas y no hemos resuelto nada. El colectivo ya está por llegar a destino y ya no tiene sentido que discutamos. Pero me preocupa el bajo nivel de efectividad que tenemos--Dios dice golpeando la mesa--. La comisión directiva ya nos ha amenazado con que van a revisar nuestras actividades, y evaluar la posibilidad de retiros anticipados--. Los miró a todos. Estaban callados, muchos mirando para abajo, aceptando con un sentimiento de culpa que ninguna madre judía jamás logrará inculcar en su hijo. --Y no queremos eso, ¿verdad? Ahora ya no podemos hacer nada, pero para la próxima vez vamos a cambiar las cosas acá. Sí, señores, las cosas tienen que cambiar si queremos conservar nuestros empleos. Ahora retírense, quiero pensar. Nos vemos la próxima.

Se levantaron, rompiendo el silencio sólo con los ruidos provocados por los sillones corriéndose, el rozamiento de las ropas y sus respiraciones. Llegando a la puerta, Dios de malla comenzó a llorar. La morocha, a pesar de la violación que sufrió, que dicho sea de paso era la primera vez que tenía un orgasmo en una relación sexual, motivo por el cual no estaba ni de cerca enojada con esta personalidad de Dios, iba al lado de él, tratando de consolarlo. Todos terminaron de salir. El último cerró la puerta. Dios de túnica blanca lanzó un ruidoso y largo suspiro. Giró el sillón, dándole la espalda a todo el salón, y fijó la vista en el enorme cuadro que estaba colgado en la pared. Era un cuadro donde se podía ver a Cristo en la cruz, su madre María al pié de la misma llorando abrazada de María Magdalena. Trató de buscar inspiración en el cuadro, pero no le dijo nada. Inquieto, comenzó a jugar con su barba. Iba a ser una noche larga.


El colectivo por fin entró en la terminal de Córdoba. Marcos habría sonreído, porque por fin volvía a la ciudad que tanto quería, pero en realidad estaba muy cansado. El colectivo giró a la derecha y entró en la plataforma. La gente ya estaba haciendo cola para bajar. Marcos está parado al lado de la escalera. Al frente de él está una persona con un vasito de café en la mano.

En cuanto a la forma de detenerse, hay dos escuelas entre los choferes de colectivos de larga distancia. En las terminales suele haber, en la franja de asfalto reservada para el colectivo, bien sobre la punta donde terminan las ruedas delanteras, unos topes o a veces un escalón, que el colectivero usa para saber que debe detenerse. Los que ya han hecho muchos viajes y ya conocen las terminales apenas los tocan. La mayoría de los novatos o los que llegan muy cansados los usan, casi que hasta abusan de ellos. No sabría decir si éste era novato, estaba cansado o ambas cosas. La cosa es que abusó del escalón presente en las franjas de asfalto reservadas para los colectivos en la terminal de Córdoba.

La persona con el café en la mano, ante el impacto no muy suave, decidió arrojar el café en la dirección que la inercia le susurró al oído. Y en esa dirección estaba Marcos, con su mochila en la espalda y un bolso negro en la mano. El café le cayó en el torso, a la altura de la boca del estómago. Por suerte el café a esta altura del partido no estaba muy caliente. Marcos cerró
los ojos y de un suspiro muy largo contó hasta 10 millones. Pero no pudo evitarlo. Metió la mano libre en el bolso negro. Lo que sacó no iba a solucionar nada, pero le iba a dar una buena descarga de tensiones. Ciego de furia, apuntó a la altura del pecho y apretó el gatillo.