Saturday, November 17, 2007

Partido

Salió del edificio en el que había estado trabajando por horas a la Córdoba de un sábado a las 5 de la tarde, cerca del verano. Los termómetros registraban 34°, pero se intuía mas. Debía llegar en unos minutos a otro sitio, tal vez su propia casa, a ver un partido del que sabía el resultado, pero nunca se había perdido uno y no iba a empezar justo ese día.

El centro estaba recuperándose de su mayor actividad, registrada a la mañana, de la forma que sólo el centro sabe hacerlo. Las peatonales estaban semidesiertas, y la poca gente que había retozaba en los canteros. Los perros callejeros, otrora omnipresentes, ahora estaban en todo rincón fresco que quedara.

Al doblar por San Martín se encontró con una fauna que no esperaba: vendedores ilegales y semiambulantes, de cd's truchos, de pulloveres tejidos a crochet, de miles de anteojos oscuros clavados en telgopores inmensos. Sólo los kioskos y las heladerías estaban abiertas. La ruta que había elegido al azar no le llevaba a ningún bar abierto, al menos no por ahora.

El calor rebotaba en las paredes y lo atacaban de todos lados. Al principio lo ignoró porque venía de un ambiente fresco, y el cuerpo tenía aún un residuo de esa frescura. Pero no pasaron tres cuadras cuando notó que su boca estaba seca, que las mucosas de la nariz se habían convertido en nada mas apropiado para describirlo que moco seco. Sabía que si no se apuraba algo iba a pasarle.

Esquivó hábilmente, sin aflojar el paso, a cuanto lánguido transeúnte se le cruzara. Los veía venir y los medía para analizar si podrían hacer movimientos bruscos que haría que él se estrellara contra ellos, pero parecía que sólo él estaba apurado. El resto sólo estaba aturdido y buscaba las inexistentes fuentes de agua en busca de alivio. Las heladerías se convertían en la única opción para esa masa de zombies al rayo del sol.

La cosa se agravaba. La lengua se le hinchó y los ojos le ardían. Comenzó a delirar con botellas de agua, pero no veía kioscos en su ruta y no pensaba volverse 40 metros hasta el último que vio. Con tozudez siguió caminando, tratando de esquivar los rayos solares, pegándose, aunque no mucho por el calor que emanaban, a las paredes. Cada tanto pasaba por la boca de una galería y un vacío fresco trataba de sacarlo de su curso, pero él resistía en su travesía. Creía recordar un bar en 25 de Mayo y Maipú donde estarían pasando el partido.

Apretó aún más el paso. La situación ya se presentaba complicada. La piel estaba reseca y quebradiza, los labios estaban partidos y un par de hilos de sangre le bajaron hasta secarse sobre su corta barba, las venas de los brazos resaltaban azules y gruesas. Sólo faltaban dos cuadras y podría tomar tranquilo un litro de lo que quisiera. La vista se le nublaba y les costaba pestañar. La temperatura corporal se había elevado por el esfuerzo y por la imposibilidad de transpirar. El pulso le aumentó a niveles cercanos a la taquicardia, el cansancio le ganaba. Pero él no, seguía en lo suyo, ya no faltaba tanto.

Los pies fueron los primeros en descascararse, al principio célula por célula, pero el proceso se aceleró rápidamente. A los 20 metros parecía un hombre de arena al que a cada paso le fuera comiendo las piernas una marea invisible. Cuando ya la mitad de sus muslos habían quedado en el camino cayó de cara, ni puso las manos.

Jadeando maldijo su suerte, pero este inconveniente no se interpondría entre él y su objetivo. Juntó fuerzas, levantó su cara a la que le faltaba la nariz, y comenzó a arrastrarse con lo brazos. Sólo 20 metros más y luego cruzar la calle. Llegó a la esquina con los codos. El último tramo era nadamás y nada menos que la avenida más ancha de la ciudad.

Nunca llegó al otro extremo. Llegó un punto en que ya no le quedaban brazos suficientes. Quedó allí tirado, queriendo llorar pero no teniendo ya lágrimas. Finalmente un viento seco lo terminó de barrer y ya mas nada se supo de él.