Vete, desaparece, o déjame respirar al menos
Arremetió contra el recuerdo de todas las formas que se le ocurrió. Intentó ahogarlo en alcohol o aturdirla con música. El alcohol le dio un poco más de resultado, pero no quería, no debía mantenerse ebrio por siempre (poder siempre se puede). La música ayudaba también, sobre todo cuando cantaba las letras como un loco mientras caminaba por las calles, o cuando podía encerrarse en la pieza que tenía al fondo del patio de la casa a maltratar una vieja batería. Pero tampoco debía vivir hundido allí, siempre estaban las obligaciones, las necesidades. Los libros no servían porque no lo absorbían lo suficiente, igual que el trabajo, aunque se atorara de él. Las reuniones sociales le permitían reír, discutir, bardear, pero cuando le tocaba escuchar hacía muecas, gruñía o miraba al techo suspirando porque una vez mas el recuerdo venía a morderlo. A veces se mordía o pellizcaba una parte del cuerpo, esperando que el dolor lograra ahuyentar el recuerdo, pero resultaba una solución muy pasajera. Buscar ayuda no era posible porque el psicólogo que hablara su idioma más cercano debía estar a miles de kilómetros de distancia, y se sentía muy avergonzado de contárselo a cualquiera de los pocos amigos que tenía a mano.
La situación comenzaba a ponerse desesperada, el tiempo pasaba y el recuerdo volvía y volvía, mordiendo siempre. Es como si estuviera muy cómodo sentado sobre su cerebro, y que cuando se aburría simplemente estiraba la mano, tiraba un poco de la masa gris, se lo llevaba a la boca y mordía, siempre con la misma intensidad, uno no sabría decir si fuerte o suave, no hacía diferencia, el resultado era el mismo. Y soltaba, riendo, señalando con el dedo el lugar donde
los recuerdos se proyectan y decía "mirá lo que hiciste, pelotudo". Lo volvía loco no poder quitárselo de encima, no poder archivarlo en un cajón polvoriento.
Lo último que se le ocurrió fue una técnica que llevaba años sin usar, simplemente porque no lo había necesitado. Durante años había hecho uso extenso de ella, produciendo como desquiciado, a veces en el medio de la noche, a oscuras, sentado en la cama, escribiendo sin ver las palabras, simplemente vocando en crudo aquello que lo perseguía, lo atormentaba, lo mantenía despierto por las noches. Y volvió a escribir, pero ya no tan en crudo, sino, esta vez, procesando, amasando, cubriendo, esquivando el recuerdo. Probablemente no estaba listo para ver escrito en crudo la imagen que conocía tan bien. Y ahora, mientras escribía la última frase, rogaba que fuera suficiente, que se fuera, que desaparezca o que al menos le diera tiempo para recuperarse.