David y Goliath
David se debatía en la oscuridad, presintiendo a su enemigo Goliath. Daba vueltas sobre sí mismo como adivinándolo a sus espaldas, esperando encontrarlo cara a cara y adivinar en sus ojos si viviría o no. Y Goliath se anunciaba gruñendole al oído, haciendo una finta, haciendo sentir su aliento en alguna parte del cuerpo de David, erizándole los pelos de la nuca y obligándolo a olvidar su persecución del sueño reparador que tanto ansiaba, a volver a moverse, a protegerse. Y también golpeaba con una precisión y una impunidad que estaba volviendo loco a David. David hubiera dado su futuro reino por la protección de al menos una armadura, pero no había ninguna al alcance. Existían las hondas y las piedras, pero no había quién se las alcanzara y él no disponía de ninguna.
Cada tanto conseguía un momento de paz, de tranquilidad, de quietud; momentos en los que tenía el tiempo para recordar todos y cada uno de los puntos exactos en los que Goliath había golpeado, cada vez en distinto orden, pero siempre con una precisión perfecta en número y lugar. Podía, con los ojos cerrados, llevar un dedo al lugar preciso y sobar. Otras veces buscaba refugio en una pared fresca, en un cambio de peso de una zona caliente a otra, o poniéndose de lleno contra una suave brisa, pues el calor se aliaba con Goliath en esta lucha desigual. David también luchaba contra el insomnio, contra el sueño, contra la irritante espera de un nuevo golpe.
La batalla desigual continuó por horas y David iba siendo derrotado con facilidad. Finalmente, exhausto, se tiró al suelo y se dejó golpear hasta que la sed de sangre de Goliath se hubiera acabado, como si la masacre no fuera más que un capricho o el juego de un cachorro de león. David yacía inerte en el suelo, desangrado, mientras Goliath, nuestro mosquito Goliath, se retiraba zigzagueando frenéticamente en busca de un lugar donde poner sus huevos.