Domingo
Miro en dirección al sur, en busca de la forma familiar de un colectivo, del colectivo que estoy esperando, pero lo único que veo es una calle vacía. Es domingo, a la hora de la siesta, en pleno verano, y ni los perros callejeros se animan a caminar bajo el sol que se ensaña con esta pobre cuidad. Ocupando la mitad del cielo visible se vé el frente de tormenta. Uno ya se imagina corriendo bajo la torrencial lluvia en busca de refugio, o tal vez tratando de alcanzar ese destino al que va, sabiendo que ya no conseguirá ni siquiera un taxi, y que el colectivo es sólo una promesa que no se cumplirá hasta que ya no importe.
Una ráfaga de viento hirviendo trae tierra y piedritas, que se estrellan contra mis piernas y brazos desnudos, contra mi cara aún mirando al sur. Siento la mugre pegándose al sudor que aún no se ha evaporado, mastico tierra en mi boca seca. Aguzo los ojos tratando de revertir el efecto reverberante de las imágenes a través del calor. La calle me devuelve, como un premio a mi esfuerzo, el primer rayo que veo caer a tierra. Un premio consuelo, pienso con resignación.
Como a dos cuadras veo pasar un camión de la basura. Más tierra y basuras menores vienen bajando empujadas por el viento. Oigo que el camión se ha detenido a compactar, el ruido motor a altas revoluciones se mezcla con un trueno de un rayo que no veo.
Ahora el frente de tormenta ya ha pasado por encima mío, pero aún no llueve. Espero ver que los edificios a lo lejos comiencen a mojarse, anticipando lo que me ocurrirá unos minutos después. Pero lo único que veo es cómo desaparecen detrás de una nube gris. Inmediatamente reconozco la nube de tierra y busco refugio. Alcanzo a meterme en un zaguán y cubrirme la cara mugrienta con el frente de la remera. La tierra se arremolina en el zaguán y se me pega por todos lados, me entra en los oídos, en los ojos entrecerrados.
La nube de polvo se aleja, dejando detrás tierra y papelitos, recogiendo unos nuevos. Pienso en ello como en una redistribución de la mugre, que esta mugre viene de otro lado, de otro país, y ahora está acá, y que se quedará acá hasta la próxima tormenta, o hasta que alguien la barra y sea depositada en otro lado de esta misma cuidad, en otro país cruzando la avenida.
Ahora el viento es fresco, y trae consigo el olor a tierra mojada, a ozono. La lluvia no puede tardar. No debe tardar. Salgo del zaguán y miro al sur. Nada, ni agua, ni colectivo. Sopeso mis opciones y ninguna me gusta. Estoy molesto con la mugre que me cubre de pies a cabeza, y este mechón de pelo que no se deja de molestar, cayendo sobre la cara una y otra vez, ensuciándose cada vez más.
Me paso la lengua por los labios y saben a salado. Sé que no es más que tierra, pero sigo con ello, cubriendo también la parte entre la boca y la nariz, saboreando toda esa tierra. La boca reacciona pidiendo a gritos agua, y fuerza a mis ojos a buscar una canilla, pero sólo encuentran edificios altos y una calle vacía. La saliva desaparece y ahora todo mi cuerpo sale disparado en búsqueda de agua. Un kiosko, tiene que haber uno abierto en las cercanías.
Reviso los bolsillos, a pesar que sé qué es lo que hay: sólo un cospel para el colectivo, y la pelusa omnipresente en todo bolsillo. Exprimo la pelusa entre mis dedos, y el contacto y la noción de lo que es me hace cosquillear la nariz hasta el estornudo, que sale fuerte y claro contra el viento.
El sol ya no golpea, pero los edificios y la calle emanan calor aún. Mis pies hierven dentro de las zapatillas. Librado de la pelusa, sólo tengo mi cospel y mis piernas, y los agravantes de una sed que no me deja pensar en otra cosa y calles vacías, que ya ni prometen colectivos.
Comienzo a caminar hacia el norte, y me doy cuenta que no recuerdo a dónde iba. Hago veinte metros y me siento en el dintel de una puerta a llorar mi suerte. Lentamente el agua termina por abandonar mi cuerpo, a través de las lágrimas, las mucosas y la transpiración. Antes de que comience a llover estoy completamente disecado, en el dintel de una puerta extraña, con las rodillas por la pera y los brazos rodeándolas, la cara mirando al piso. Mi último pensamiento es que mañana, cuando la dueña de esta casa me encuentre en su puerta, me pondrá en el canasto de la basura, vendrá el basurero, y terminaré con el resto del polvo de esta cuidad.