Thursday, December 15, 2005

Punto de quiebre

Estoy sentado frente a mi computadora, sudando por el calor reinante. De afuera no entra más que aire caliente, por más que son pasadas las 10 de la noche. El ventilador a 30 cm de mi cabeza sólo logra empujar un poco el aire caliente, dando una sensación de alivio. La silla en la que estoy sentado está recubierta de cuerina en el asiento y el respaldar, y donde mi cuerpo hace contacto con ella, un lamparón de sudor emerge y se interpone, tratando de actuar de refrigerante, pero sólo consiguiendo actuar de lubricante y empeorar las cosas.

En la heladera descansan un par de cervezas desde hace dos semanas. El sólo pensar en ellas me dán ganas de saltar e ir a abrir una. Al rato siento que las botellas me llaman, estirando la primer sílaba como lo hacía mi hermana mayor cuando vivíamos juntos y yo me tardaba en volver de jugar.

El llamado se repite, pero no puedo satisfacerlo. Tengo que quedarme trabajando, no puedo empezar a tomar ahora. Subo el volumen de la música, tratando de ahogar ese repetir de mi nombre hasta el cansancio, pero es inútil. El llamado no sale de la heladera, sale de mi propio cerebro.

Suena el timbre: es mi hermana, que salió temprano del trabajo y aprovechó la hora libre para visitarme. Me saluda en la escalera, sube rápido y pasa derecho a la cocina. Yo cierro la puerta y me voy dirigiendo al mismo lugar. Abre la heladera y destapa una cerveza. Yo ni tiempo tengo de decirle que no puedo tomar. Como si supiera que está ahí, abre el alacena y saca el paquete de maní que tenía guardado, lo abre y lo vuelca en un cuenco. Agarra un vaso del secaplatos y una silla por el respaldo y se dirige al living. Al pasar por donde estaba yo, me mira como diciendo «¿Y, qué esperás? ¡Agarrá un vaso y vení!».

«Click». Me dirijo como un zombie en busca de cerebros a la cocina y encuentro el mío, friéndose al ajo en una sartén. No me gusta el seso, así que me contento con agarrar un vaso, una silla por el respaldo, y me dirijo al living.

Mi hermana ya ha puesto las cosas en la mesa ratona, se ha servido un vaso de cerveza, y se ha puesto a mirar el cielo nocturno por la ventana. «Deberías mudarte de acá», me dice, aún mirando para afuera. Me sobresalto ante el comentario, pero no digo nada, espero. Toma un par de tragos de cerveza, se mete en la boca maní que tiene en la otra mano, y aún masticando, continúa lo que está pensando: «Volver al campo».

El comentario me atraviesa por completo, pero deja un gustito en el fondo de la garganta. Como queriendo sacarlo de ahí, tomo unos cuantos tragos de cerveza, pero obviamente no logro sacarlo de ahí. Decepcionado, opto por analizar el mensaje y hacerme una idea de qué me quiere decir mi hermana.

«Este lugar no es para vos». «Bang», no me deja respirar. Trato de articular una respuesta, pero sólo logro mirar confundido el piso. ¿Qué me retiene acá? ¿Sólo porque mi hermana me lo pide, casi que me lo ordena, debería volver al campo? No tengo un trabajo fijo, casi no conozco a nadie aquí, no tengo una novia que viva aquí, ni siquiera algo en vista.

Ella se da vuelta y me mira. Sonríe, pasa a una corta carcajada y hace un ademán de brindar con el vaso en mi dirección. «Te agarré con la guardia baja, eh?». Se acerca a mí y choca su vaso con el mío. La miro a los ojos, me devuelve la mirada, y cada uno toma de su vaso. Vacía el suyo y vuelve a llenarlo.

Con el vaso aún con cerveza, paseo nervioso por la habitación y salgo al balcón por una de las puertas ventana. El viento ahora está más fresco, y creo más desear que adivinar olor a tierra mojada. Me apoyo en la baranda y miro hacia adentro, donde ella ya se ha tomado medio vaso. Y durante todo este tiempo sigo pensando en su pregunta. «Veámoslo de esta forma: si volviera al campo, ¿qué ganaría?» pienso en voz alta. «Allí no tengo techo seguro, y no me puedo quedar en tu casa por siempre. No tengo trabajo, y no quiero volver al trabajo de antes. Por otro lado, sería volver a ver muchas caras conocidas». En silencio, ella aprueba desde dentro. Continúo: «Pero , ¿por qué siento que no es lo que quiero? ¿Por qué me quiero quedar acá?». La pregunta queda colgada en el aire, y por un minuto parece que ninguno de los dos la va a agarrar.

Un resplandor me sorprende a mi derecha: una tormenta se acerca, silenciosa, pero llena de fuegos artificiales. «Está de acuerdo con la época», pienso para mis adentros. Otros destellos intermitentes en la mayoría de las ventanas del edificio de enfrente dejan adivinar los árboles de navidad, costumbre que dejé de seguir desde que me mudé y pude poner mis propias costumbres. Niego con la cabeza como quien deja pasar una opinión que no tiene ni pies ni cabeza. Nunca estuve muy de acuerdo con muchas de las tradiciones que se practican en mi familia, y eso que mi familia, a su vez, no practica muchas de las que la sociedad se encarga de imponer si uno se descuida.

Al fin siento las gotas que golpean en la avenida, a unos metros de donde yo estoy; veo cómo se van mojando los autos y la calle. El rumor me llega cuando finalmente las primeras gotas me golpean.

Siempre me gustó mojarme con los chaparrones de verano, y esta vez no es la excepción. Apoyo el vaso en la baranda, estiro mis brazos, cierro los ojos y levanto mi cara al cielo. El agua comienza a caer cada vez más fuerte. Mi hermana retira el vaso, lo pone sobre la mesa ratona y sale a compartir conmigo la lluvia. No sabía que a ella también le gustaba.

«No me molesta», dice, como si me hubiera leído la mente. «Me quedo siempre y cuando me pueda pegar una ducha después». Asiento con la cabeza y ella se queda mirando el edificio de enfrente, mientras yo me quedo en mi posición de Cristo tomando agua en la cruz. El tiempo se estira y sólo siento el murmullo de agua y de los autos que transitan por la avenida, ahora mojada. Pongo mi mente en blanco, dejo que los problemas desaparezcan. Bueno, no desaparecen, sólo sus encarnaciones como pensamientos se disuelven con el agua que cae sobre mi cara.

Bajo la cabeza y abro los ojos. Los anteojos están llenos de gotas, así que me los saco. Entro y agarro la botella de cerveza por el cuello. Salgo al balcón y le pego un trago largo. Se la ofrezco a mi hermana, que niega con la cabeza. Le pego otro trago, la bajo y miro la botella, con el ceño fruncido, como desconociéndola.

Súbitamente, la revoleo al aire y la suelto. La botella describe un arco en el aire y va dejando una estela de cerveza. Un tiempo bastante largo pasa antes de que se estrelle contra la vereda de enfrente, justo donde hay un baldío. La cerveza se ha convertido en espuma y la botella en vidrios ámbar oscuro, millones de ellos. Donde había etiquetas quedan conglomerados que se van desarmando lentamente con la lluvia. La espuma se dispersa y llega un momento en que la cerveza y el agua de lluvia son indistinguibles desde esta distancia.

Mi hermana me mira con apenas un dejo de extrañeza. Mi grito no se hace esperar: «¿Qué carajos quiero de mi vida?». Ella asiente, pues el incidente de la botella ya la había prevenido. Comprende que he llegado a ese momento de la vida en la que tengo que definir una línea y seguirla.

Odio enfrentarme a estas cosas. ¿Dónde trazarla? ¿Debo pisar las líneas de otros, cruzarlas, ponerme a su lado? ¿Debo no hacerlo? ¿Debo pegarme a esa línea, debo cambiar su dirección? Si la cambio, ¿debo esperar a saber a dónde me llevará o debo saltar mientras aún esté sin definir? ¿Debo hacerme estas preguntas o es inútil?

Algo es seguro: nada va a salir como yo lo planée, y sin embargo sigo esperando eso. Es impresionante la capacidad del cerebro de sugestionarse, de mentirse, de ilusionarse. Gracias a eso estamos constantemente encontrándonos con paredes, baches y techos. Algunos se sientan a llorar y otros saltan hábilmente.

Yo... yo soy de los que saltan llorando.

Mi hermana entra y se dirige al baño. Al rato siento el correr del agua de la ducha, mientras veo correr el agua en la calle y me enfrasco en mi actividad favorita para esos casos: ver algo completamente monótono y no pensar en nada. Escape barato y efectivo. El tiempo pasa a la misma velocidad que el agua por la calle. La monotonía cambia de tono con los autos que pasan por la avenida. Esta actividad siempre me resulta absorbente, y esta vez no es diferente.

Siento la puerta del departamento que se abre y mi hermana me dice desde ella: «No deberías preocuparte tanto. Hacé lo que te venga en gana. No importa lo que hagas, el resultado va a ser el mismo». Viendo que lo que quiso decir no quedó bien, cierra la puerta y se sienta en un sillón. Me tira una toalla; la agarro al vuelo y entro al living secándome.

«No quiero decir que nada de lo hagas servirá para algo. Lo que quiero decir es que no importa si acertás o le errás, si tenés éxito o terminás mendigando, siempre vas a ser vos y eso nadie te lo quita. Tampoco nadie te obliga a que hagas algo ya, ni que tengas una vida similar al resto, ni que hagas las mismas cosas, ni consigas las mismas cosas al mismo tiempo. Cada uno tiene su tiempo para madurar, para conseguir, para perder. La vida... a veces hay que llevarla, y a veces te lleva. A veces pesa y a veces ni te dás cuenta que está ahí. No hay que olvidar el pasado, no, pero tratá de siempre mirar para adelante». Terminado esto, se levantó, me dió un beso y un abrazo, y salió.

Me quedé unos segundos sentado, digiriendo sus palabras, y al final salí al balcón justo antes de que llegara a la esquina. «Gracias», le grité. Ella se dió vuelta y me saludó con la mano, saludo que devolví. Se dió vuelta hacia donde iba, dió un par de pasos y desapareció a la vuelta de la esquina.

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