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Estábamos volviendo de lo de mis suegros uno de los tantos domingos que fuimos a comer un asado a su casa. La reunión estaba llegando a su fin, cuando entramos en una discusión política con el viejo, los hermanos y la hemana. Los respectivos esposos comenzaron a arriarnos en esas prolongadas retiradas estratégicas que seguían a este tipo de discusiones.
En el trayecto llegamos a una de esas esquinas sin semáforos donde se cruzan dos calles importantes que pululan en esta cuidad. Yo siempre traté de ser cuidadoso mientras manejo, cosa que he aprendido de mis errores pasados al volante. Pero no hay cuidado que valga cuando las cosas se les van de las manos a otros. De la derecha venía este... este... no hay epíteto que le quepa. Por esquivar un pozo que podría haber dañado su auto, hizo una maniobra brusca que lo llevó a pegar contra el cordón de la vereda y finalmente estrelló su auto contra el nuestro.
Cuando me desperté estaban cortando el parante de mi puerta para sacarme. Mi primer movimiento fue levantar una mano para tratar de correr la lona que me habían puesto encima para que las chispas no me hicieran mas daño del que ya tenía. Alcancé a levantar un poco de la punta derecha y miré al asiento de mi esposa. Por la ventanilla entraba el torso del otro conductor, que había salido despedido por su parabrisas. La cabeza estaba destruida, era sólo un amasijo de sangre y huesos rotos.
Mi esposa no respiraba. Mi esposa no tenía pulso. Mi esposa no tenía color, estaba gris. Mi esposa estaba muerta.
Grité. Traté de sacar el torso. Traté de despertarla, traté de acercarla a mí y abrazarla, arrullarla. Nada pude hacer; no me podía sacar el maldito cinturón de seguridad que me había salvado la vida; ahora sólo me estorbaba. Terminaron de cortar el parante y pudieron abrir la puerta, cortar el cinturón. Me tuvieron que sacar entre tres. Recuerdo que gritaba y pataleaba para estar a su lado. No sentía dolor, sólo rabia, visceral, biliosa; tenía espuma en la boca. Me tuvieron que atar a la camilla y entre varios me inyectaron un calmante... y otro. Al fin, camino al hospital, me quedé dormido. Mi último pensamiento, justo antes que Morfeo, el calmante, o lo que sea que me sacaba de mi consciencia, de mi ataque, fue: `esto no va a quedar así´.
Me desperté en una cama de terapia intensiva. Miles de tubos me entraban por la nariz, por el brazo y no sabría decir por dónde más, pero estoy seguro que había mas. Estaba atado a la cama como si fuera un internado en un psiquiátrico. Probablemente lo estaba. Las luces fluorescentes era deprimentes como siempre. No había señales de otras personas cerca, no había ruidos que uno esperaría en un hospital. Tal vez un ala alejada del hospital. Junto con uno de los sachets de suero había uno de un calmante. Volví a dormirme.
La enfermera me despertó cuando tropezó con el pié de los sueros. Uno de los tubos tironeó e hizo que la aguja se sacudiera en mi vena. Noté el brazo como hinchado, más bien lleno de líquido. Al menos ya no los tenía atados, Y tampoco sentía el cinturón a la altura del pecho ni ataduras en los tobillos. La enfermera balbucó una disculpa, hizo un mutis y se retiró. Primero el dolor punzante y luego la rabia, la impotencia, no me permitieron volver a dormirme.
No sé cómo fue exactamente. Tal vez fueron las imágenes previas y porteriores al accidente, que trataba de recordar tan nítidamente como podía, los que me llevaron a recordar esa frase: `esto no va a quedar así´. Había sido un pensamiento inducido por la rabia, pero en el fondo era tan consciente como cualquier otro clamor de venganza. Y como tal, sería cumplido, o yo quedaría marcado por la vergüenza de no haberlo hecho. Pero, ¿cómo podría hacer cierta esa promesa, cómo cumplirla? Decidí ponerme a pensar en ello.
La primera alternativa era simple: desplumar al culpable de todo esto. Pero no podía: él estaba muerto; ni siquiera podía torturarlo y matarlo. Profanar su tumba no tendría sentido: ¿qué haría yo con un cadáver? Tampoco podía agarrármelas con la familia: por un lado, aunque me cueste aceptarlo, no tenían nada que ver con el asunto; por otro, y éste es el verdadero motivo, el seguro cubría toda la indemnización. Y tampoco tenía sentido exigir todo los bienes de la empresa: ningún abogado tomaría una empresa tan suicida. En síntesis: no tenía forma de acallar ese clamor de venganza que latía dentro de mí porque me habían quitado lo que más quería.
Desesperado, volví a revisar esas opciones, en búsqueda de alguna que se me pudiera haber pasado. No encontré ninguna más, no había resquicios por los cuales entrar.
Aún tirado en la cama del hospital, esa misma tarde, descubrí que lo único que me calmaría sería recuperar aquello que había perdido.
Así como pensé en esa opción, así la descarté inmediatemente de plano. ¿Cómo recuperar a mi esposa muerta? Los muertos tienen esa actitud terca de quedarse muertos, y sólo podemos recordar de ellos una ínfima parte de lo que significaban para nosotros. Y generalmente esos recuerdos sólo restacan las partes más nobles y queribles de ellos. Yo no sólo quería las partes buenas; yo además quería volver a tener las partes malas de mi esposa: esa capacidad de exasperarme destacando debilidades mías frente a nuestros amigos, las colillas de los cigarrillos flotando en el inodoro, las veces que me tentaba con comida con ajo en los almuerzos -cosa que detestaba, porque en realidad me encanta el ajo, pero no podía volver a la oficina con ese aliento, y por lo tanto se me hacía más difícil decirle que no-. No, los recuerdos no eran suficientes para mí.
Pero me estoy yendo por las ramas. ¿Cómo volverla a la vida? Es una pregunta que muchos a quienes se les ha muerto alguien muy querido, alguien indispensable, se deben haber hecho. Y la respuesta es siempre la misma: no se puede.
¿Siempre?
Uno no puede vivir en esta época y no haber nunca oído nombrar, o al menos no saber que existen, los cultos satánicos. Están en cada diario y programa de televisión amarillista, en cada película de clase B. Y entre los ritos satánicos, está el ubícuo `volver de la tumba´. Claro que también están las quichicientas películas donde los muertos salen de sus tumbas o se levantan de estar tirados en el piso luego de una extraña epidemia, pero justamente pocas, si es que alguna, habla (muestra) de una epidemia de tales característics iniciada por el hombre. Y también está Frankenstein, pero... ¡vamos! ¿Quién se pondría a armar un laboratorio para traer un muerto a la vida? Tampoco recuerdo muchos casos que salgan en la biblia de gente que haya orado por la resucitación de un muerto... y nunca fui muy católico de todas formas.
Entonces sólo quedaba el rito satánico. Decir esto en condiciones normales suena ridículo. Pero así como hay mucha gente que abraza las religiones en situaciones muy críticas de su vida, yo me incliné por el satanismo. ¿Por qué no?
Me senté en la cama y empecé a quitarme las sondas y otros tubos. En el brazo ya tenía un moretón entre verde y amarillo. Me revisé el cuerpo y descubrí que tenía apenas unas magulladuras, notablemente una marca en el pecho que me dejó el cinturón, unos cortecitos (con vidrios del parabrisas, supongo) y ninguna quebradura enyesada ni vendada distinguible. Salté de la cama, busqué mi ropa en los armarios y me la puse. Salí de la habitación y, siguiendo los lejanos ruidos, encontré el cuerpo del hospital. Me dirigí a la sección administrativa y a los diez minutos había terminado de darme el alta voluntaria.
Salí a la calle y descubrí que había estado en uno de los sanatorios céntricos donde mi obra social tiene cobertura. Decidí ir a una biblioteca a averiguar cuanto pudiera sobre el satanismo. Por ser la primera que se me vino a la mente, elegí la del Banco de Córdoba, que además quedaba cerca de allí.
Enfilé hacia la biblioteca. En el camino, sintiendo un vacío debido que no había comido por mis propios medios (o al menos no recordaba) en casi una semana, me compré un paquete de chocolates, que fui consumiendo mientras caminaba calle abajo. Al pasar por el costado de una de las más hermosas iglesias de Córdoba, la iglesia de los Capuchinos, sentí que las gárgolas me miraban pasar y asentían en aprobación.
Ya en la biblioteca, sorprendí a la bibliotecaria mayor con mi pedido. Tardé mucho en explicarle que no quería libros amarillistas sobre el tema, sino justamente aquellos que hubieran tratado el tema con seriedad. Con un poco de suerte los habría, y tendrían testimonios de primera calidad; no delirios inventados por alguien con mucha imaginación y poco material que publicar.
La colección no pasaba de los 8 o 9 libros, no muy gruesos. Agarré el más voluminoso de ellos, un libro titulado `Witch hunting in the middle ages.´, de un alemán y un inglés cuyos apellidos se me escapan en este momento. En éste los autores explican cómo el concepto de `bruja´ se remonta a edades precristianas, cómo la caza de brujas se inicia en zonas rurales de Suiza y Croacia, y cómo con la entrada de la Inquisición la brujería se asocia con el satanismo, manteniendo su asociación con el herbalismo y el matronismo.
Es en este capítulo donde se destacan varios juicios por brujería, donde se incluyen resúmenes de los supuestos métodos confesados por las acusadas -siempre bajo tortura- utilizados para invocar al diablo. En ambos casos las mujeres fueron quemadas parcialmente hasta la cintura, y luego partidas a hachazos y repartidas por ríos y montañas para evitar que sus pedazos pudieran nunca volverse a juntar.
Frenéticamente, fotocopié este capítulo, y devolviendo la pila de libros sin haber tocado el resto, fui a mi casa. Ya tranquilo en mi pieza, lo que había sido nuestra pieza, volví a leerlo, prestando especial atención a los métodos descriptos. Tenía un problema sobre el que cavilar, y era el siguiente: por un lado, las confesiones habían sido conseguidas bajo tortura; por otro, dudaba que en los relatos de dichos juicios se hubieran utilizado las mismas palabras que usaron las acusadas, sino unas más edulcoradas, por las dudas fueran leidos por generaciones futuras; en síntesis, que no eran fieles a lo que realmente habían hecho estas mujeres. Porque, aún después de casi 400 años y a pesar de no conocer mucho más sobre el tema, la certeza de que estas mujeres habían estado con Satán, y que habían hechos pactos con él, se había apoderado de mí. Y yo deseaba hacer lo mismo. La fe mueve montañas.
Así que, después de haberme aprendido de memoria las descripciones de los ritos, y tratando de obrar sobre seguro, decidí exagerarlos un poco. Tomé el auto de mi señora y salí a comprar lo que necesitaba. Lo que más me costó conseguir fueron los animales: no eran los típicos gallos o pollos que uno ve en las películas, sino zorros, que eran más comunes en los bosques europeos. Pero no hay nada que un hombre desesperado no pueda hacer.
Volví a mi casa al anochecer, que es uno de los momentos propicios para el rito; el otro es el alba. Salí al patio con una bolsa llena de cosas en una y una jaula con el zorro en la otra. Me senté en el pasto y comencé a desnudarme en la penumbra. Arrojé mis ropas cerca de la puerta a la casa y me arrodillé al lado de la bolsa; la jaula con el zorro que paseaba de un lado para el otro estaba un poco más lejos. Abrí la bolsa y saqué un cuchillo carnicero nuevo. El zorro debió adivinar mis intenciones, porque se puso a moverse más nerviosamente y a mostrar los dientes. Aún con las rodillas en el mismo lugar, me estiré, agarré la jaula y la arrastré hacia mí. Abrí la tapa y con un rápido movimiento inmovilicé por el cuello al zorro. Sin sacarlo, le corté el cuello como quien separa una pata de pollo del muslo al que está pegado, pasando el filo entre dos vértebras.
Saqué el cuerpo del animal con el pescuezo hacia abajo y me bañé en su sangre, y luego describí un círculo en el pasto con ella. Saqué la cabeza y le corté la punta del hocico donde tienen la nariz, y arrojé el cuerpo y la cabeza lejos, en el montículo de desperdicios orgánicos que usamos durante años para producir buena tierra para nuestras plantas. Con esta punta del hocico dibujé símbolos en mi pecho, teniendo en cuenta que quienes habían hecho esto antes habían sido mujeres, cuyos pechos obligaban a hacerlos de cierta forma.
De la bolsa saqué ahora un paquete de sal y dibujé un triángulo inscripto en el círculo de sangre, con una de las puntas apuntando hacia delante de mí. Todo esto sin mover las rodillas de lugar. Planté una pequeña antorcha en cada punta del triángulo y las encendí. Así como estaba, enderezé verticalmente la espalda y procuré dormirme en esa posición.
Ésta es una de las partes cruciales, no sólo dormir en esta posición sino además soñar. Pero ya dormir es bastante difícil. La primera noche no pude conseguirlo pues mi cuerpo tendía a caerse. Tampoco en el siguiente amanecer. Recién en la segunda noche, a la cual llegué entumecido y hambriento -pues no me había movido de donde estaba y en la bolsa no había nada que comer-, pude conciliar el sueño quedándome erguido. Y soñé; es irrelevante qué, pero seguro con mi esposa probándose un tapado de pieles. Debo haber dormido un rato, y cuando desperté habían pasado dos cosas: ya era de noche y Satán me miraba impaciente a la luz del fuego de las antorchitas.
No es difícil adivinar que me quedé helado. No podía creer que hubiera sido tan fácil. Sonreí como creo haber hecho dos veces en mi vida: cuando mi entonces novia me besó por primera vez y cuando el juez de paz nos declaró marido y mujer. Satán me devolvió la sonrisa, cómplice. No tuve que decirle nada; él comenzó el diálogo:
- Quieres a tu esposa de vuelta. Yo puedo dártela. Y, aunque no lo sepas, ya has pagado el precio por ello. Sólo me tienes que decir ahora, y por tu propia voluntad, si realmente quieres eso.
No vacilé; cuando Satán te habla, no vacilás; cuando se cumple lo que se ha convertido en el sueño de tu vida, no vacilás.
- Qué duda cabe, hombre- le dije.
En silencio, asintió con la cabeza y volvió a soreír. Yo lo imité. Estuvimos un rato así, cada uno saboreando lo que acababa de obtener.
- Levántate- me dijo, tendiéndome la mano. La tomé y me paré. Sin soltarme la mano comenzó a llevarme hacia el fondo de nuestra casa, del patio, cerca del basurero orgánico. Allí había un castor que siempre quisimos sacar pero nunca me hice el tiempo de hacerlo. - En realidad,- me dijo, e hizo una pausa - en realidad no puedo devolverte a ella, sino a su alma. Si quieres tener a tu esposa de vuelta, tendrás que desenterrarla y lograr que el alma vuelva al cuerpo. En cuanto lo haga, ella despertará como de un coma. Luego tendrás que cuidarla, pues su cuerpo estará en no muy buen estado y tardará unas semanas en curarse.
Yo escuchaba atentamente todo lo que me dijo a la sombra de ese castor y tomaba nota mental. Me dijo cómo debía alimentarla para poder lograr que el cuerpo se regenerara pronto, y por las dudas me ofreció otro trato para forzar que eso pasara, pero eso ya sería otro precio. Por suerte no debería volver a hacer este rito para invocarlo; con sólo desearlo, él aparecería. Claro que cada aparición implicaba un nuevo trato, y cada hombre sobre la faz de la tierra tiene una cantidad fija de tratos que puede hacer con Satán o con Dios, que se determina al momento de nacer y nunca más se cambia. Y yo no tenía muchos. No me explicó cómo se determinaba, pero yo esperaba no volver a necesitar de su ayuda en el futuro.
Por fin, él me dijo que podía dormir, medio en tono de orden, como si fuera uno de esos hipnotizadores que salen en la tele hablándole a la víctima-cómplice de turno. Me dijo que cuando yo consiguiera el cuerpo, él volvería para darme su alma. Me dormí al instante y al despertar él había desaparecido; ya era de día, y yo estaba mugriento y hambriento. Me bañé y comí lo poco que encontré en la cocina que no se hubiera podrido en esa semana.
Nuevamente con el auto de mi mujer fuí al cementerio parque donde la habían enterrado. Hice un escándalo, pero no conseguí que exhumaran sus restos para poder llevármela. Tendría que venir esa noche a sacarla yo mismo con pico y pala. Y eso fue lo que hice.
Empujado por el fuerte deseo de volver a verla viva, de volver a oír su voz, de volver a sentir su abrazo, sus caricias, su cuerpo, logré desenterrarla rápidamente, procurando no romper las champas de pasto de la superficie. En esa semana la tierra no se había asentado mucho, y ya había desmayado al sereno de un palazo en la nuca y atado y amordazado en la garita que estaba en la puerta. Ya lo encontrarían al día siguiente. Con una llave cruz logré abrir el ataúd y retirar la lámina de chapa y allí estaba, con el mismo vestido sencillo con el que se había casado, lo cual me hizo pensar en esto como una segunda boda, una segunda oportunidad. Saqué el cuerpo, volví a cerrar como pude el ataúd, lo volví a enterrar y puse tan cuidadosamente como pude las champas por encima de la tierra suelta, y finalmente la placa de granito con su nombre. Cargué su cuerpo al auto y me fui a casa.
Al llegar, Satán nos esperaba debajo del castor del fondo. Como siempre, sonreía, casi que diría que benévolamente esta vez. Deposité el cuerpo de mi esposa en el pasto y me acerqué a él. Nuevamente, él dominó la conversación:
- Veo que la has conseguido. Hubiera preferido que mataras al sereno, pero no puedo obligarte a ello. Mis problemas con él son otra historia y no tienen nada que ver contigo. Pero lo hubiera tomado como un favor a futuro. En fin...- suspiró. - Es hora que te entregue su alma. Deberás colocarla dentro de ella, es decir, en la misma posición en la que esté su cuerpo.- Mientras decía
esto, el alma de mi esposa se materializó detrás de él. Tenía los ojos cerrados, y en general tenía el aspecto de estar durmiendo, salvo que estaba parada.
La agarré y la alcé como lo hice en nuestra noche de bodas, salvo que esta vez no pesaba casi nada. O tal vez nada. O tal vez los famosos 21 gramos. ¡Qué importaba, qué importa! Satán había desaparecido, así que no me quedaba mucho por hacer. Suavemente, la superpuse con su cuerpo. Me costó varias horas de trabajo acomodarlas lo más exactamente que pude, y aún así nada pasaba. Conciente de mis limitadas oportunidades para llamar a Satán, decidí gastar una de ellas.
No hizo falta. Siempre sonriendo, me preguntó si necesitaba ayuda, cosa que debió tener su carga de sarcasmo, pues ya me había dado cuenta que él sabía todo lo que pasaba. Con ojos de vaca en matadero, asentí con la cabeza. - Hay dos fomas de solucionarlo, pero conociéndote, sólo una es viable. Y es que yo intevenga. Concedido.- Chasqueó los dedos y mi esposa gimió y se despertó, muy atontada. Satán volvió a desaparecer subrepticiamente. Yo estaba tan feliz que no me preocupé por adivinar o preguntar qué me costaría este nuevo favor. Y, ahora que lo pienso, tampoco sabía cuánto me había costado el anterior.
No, yo saltaba y besaba a mi esposa, tirada allí, en el pasto del patio de nuestra casa, despierta después de poco más de una semana muerta, vestida con ese vestido que aún le quedaba tan bonito... ¡Dios! No, Dios no. ¡Satán! ¡Por Satán, estaba viva de nuevo!
Ella apenas podía balbucear incoherencias, asique le llevé mi índice a su boca y la callé. Nuevamente la alcé como en nuestra luna de miel, y la llevé a nuestra habitación. La desvestí y noté cómo el cuerpo no estaba fresco, pero no se había deteriorado más allá de lo irreparable. Ella sólo me miraba como sorprendida, como si no entendiera nada. La metí en la cama y la tapé. Le pedí que se durmiera, y una vez que lo hizo (no le costó mucho) me desvestí, me bañé (aún llevaba tierra de su desentierro) y me acosté a su lado.
Tardé muchas horas en dormirme, pues me quedé viéndola, cómo le latía el pecho, las venas del cuello, de las sienes; cómo su pecho bajaba y subía y cómo se dilataban y contraían las aletas de la nariz al respirar; acariciándola y besándola aún más.
Esa semana ella se quedó en cama. Yo le llevaba comida abundante, y le conté del accidente, que era el motivo por el que tenía esos `moretones´ por todo el cuerpo, pero que estaría bien en poco tiempo. Pero pasaron 7 días y no se veían cambios notables en el estado de su piel, de los moretones.
- No es suficiente lo que le das-, dijo Satán a mi espalda. - Si no te esmerás, vas a perderla de nuevo pronto. Su cuerpo va a comenzar a pudrirse y ya no podrás pararlo. Va a tener una muerte no muy agradable, con todos los sistemas colapsándose uno a uno-, dijo negando con la cabeza, y por primera vez sin una sonrisa en la cara. -Hagamos una cosa. Yo la curo. No inmediatamente, para que no sospeche. Y vos me vas a deber otro favor más-. `Qué le hace una raya más al tigre´ pensé. - Sí mi capitán-, dijo, y desapareció.
En esa otra semana terminó de curarse. El viernes estaba secándola en la cama después de un baño, como hacen los enfermeros en los hospitales. Cuando le estaba lavando los pechos, los pezones se erectaron al contacto con el algodón de la toalla. Ella sonrió, me besó largamente y terminamos haciendo el amor ahí mismo. Juraría que en su segundo orgasmo los ojos se pusieron rojos, lo cual me asustó y no pude seguir, pero estoy seguro que son sugestiones mías. Ni siquiera Satán tiene los ojos rojos. Los tiene de color... no sé de qué color, pero rojo estoy seguro que no.
Nunca más necesité de los favores de Satán, y nunca más tuvimos situaciones similares. Nuestra relación había cambiado un poco, para bien. Pero tengo muchas noches de insomnio pensando cómo se cobrará Satán esos tres favores.
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Bonjorno, burden-in-my-head.blogspot.com!
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